Mes: julio 2015

África

Luego de la tercera luna, finalmente halló la madera para su tamani.

Uno de los mayores lo acompañó para verificar que la impaciencia y la necesidad de hablar no lo hicieran cometer un error. Pero su labor no era más que servir como un refuerzo espiritual; el niño era el único que podía decidir. Ya llevaba ocho años cumplidos, cinco de ellos expresándose con las lenguas amalgama, y era hora que diera vida a la suya propia.

Pasó sus manos varias veces sobre la textura del tronco caído para cerciorarse, como si buscara en la ríspida corteza una señal donde poder reconocerse; un vislumbre en la urdimbre de voces posibles donde resonara la suya propia.

Su peor miedo era el silencio. Aquel que identificaba con un vasto y lóbrego paisaje donde las manos carecían de sentido, y donde él era relegado al vacío absoluto, lejos de la ronda, sin tamani ni yembé. Pero también lo preocupaba elegir mal. Si por apresurarse llegara a equivocarse, aquello sería similar a tener que caminar larga parte de su vida con unas piernas que no serían las suyas.

El anciano que lo acompañaba notó su angustia, y se acercó a él. Conocía al niño desde pequeño, e incluso sin lazos de sangre que los unieran, ambos eran padre, hermana, hijo y tierra.

—¿Seguimos? —preguntó el anciano.

El niño le contestó en señas. En aquel rudimentario lenguaje de gestos y movimientos que había desarrollado para hacerse entender.

No. Es éste, estoy seguro.

—¿Por qué? —inquirió el anciano sonriendo.

El niño devolvió la sonrisa. Luego apoyó ambas manos en el tronco, descansando parte de su peso en él, y con su mano derecha hecha un puño dio varios golpecitos a todo lo largo.

Él mismo me lo dijo —contestó el niño. Los movimientos apasionados y gestos que reemplazaban la palabra hablada denotaban su emoción—. Ahora finalmente todos podrán oír mi voz.

Al anciano puso también sus manos sobre el tronco, cercanas a la del niño.

—Lo que aquí tienes ahora es tan sólo una nueva boca para tus manos, y otra lengua para tu alma… la voz siempre estuvo—le dijo el anciano, agregando a ello una lenta y amable pausa—, y es la misma q todos amamos… ¡Ahora, vamos! Volvamos para poder oírla cantar.