Escribir a partir de una imagen

Lo primero que creó fue la banca. Un reflejo inconsciente de su cansancio, quizás. Aunque nunca lo estaba en realidad. Vivía en un aletargado sopor de quietud; un plañidero, vacuo devenir de los días.

Cuando estaba allí, vivía con la terrible certeza de saberse en un sueño. Una onírica mentira que lo envolvía como un manto, del que no deseaba desprenderse, ya que, aún siendo incapaz de recordar detalles de su vida al otro lado, estaba completamente seguro de no querer regresar allí.

Se acomodó sobre su creación. Apoyó la espalda, y al no sentirse del todo a gusto con la sensación que el respaldo le producía, volvió a acomodarlo a sus formas mediante un pensamiento.

¿Qué fue primero? ¿la incomodidad? ¿o el anhelo de descubrir que podía solucionarlo?

El vacío blanco que se extendía ante sus ojos era infinito. Y era suyo. Lo sabía. Como una extensión de su cuerpo que podía manipular a voluntad, un brazo, una pierna o un latido de su pecho.

Cuando se sintió de veras cómodo, comenzó a jugar con la nada. Decidió probar con las formas, erigir construcciones combadas y rectangulares que se levantaran del suelo con la violencia de un geiser de concreto. Manteniéndose estáticos e inconexos. Casi como un juego de niños.

Notó que las cosas que existían por su elección carecían de una sombra en el suelo. Y esto lo irritó. Sencillamente porque intuía que aquello estaba mal. Entonces imaginó el cielo sobre su cabeza, y con éste vino la luz y con ella las sombras. Delicadas extensiones de negro que nacían de la base de lo que él ya asumía como parte suya. «Mis sombras», se repetía levemente para sí, y sonreía.

Luego aquello lo aburrió. Y dictaminó que el suelo dejara de ser suelo y fuera agua. Un espejo perfecto del cielo y de las sombras. Un lugar donde crecieran aquellas extremidades de su mente.

No eran casas, lo sabía. No había allí puertas ni ventanas. Eran protuberancias de su inconsciente, que crecían hacia fuera (¿o era adentro?) como un cáncer.

Fue entonces cuando tembló. Y su mundo-esencia que lo rodeaba tembló junto a él. Debajo de la banca yacía su propia sombra, creciendo lentamente, pero sin control. Él no podía decidir nada sobre ella. Ella existía por sí misma y no por él.

En un reflejo de temor incontrolable se subió sobre la banca para protegerse. La imaginó como una barca con velas, pero cuando intentó pensar en el viento, la barca tambaleó.

Y el hombre se cayó.

Y consumido por su propia sombra y consciencia, despertó.

 

Escrito realizado a partir de un ejercicio de escritura propuesto en el taller «Los clanes de la luna dickeana»

De barro

Es la tercera vez que todo se quema, todo se pudre. Cada vez el horno va comiendo más y más partes. Como si fuera una boca enorme que intenta engullir pero se atraganta y termina escupiendo cosas podridas. Apenas imágenes destrozadas de la cosa que entró e intentó ser, y dejar de no ser.

Amanda llora siempre que pasa.

Se queda observando la cosa que salió, comparándola mentalmente con lo que ella puso, con lo que ella entregó. Y la mano le tiembla. Y lo arroja al suelo. No lo pisa, no lo mira. Sólo lo niega.

Pero de algo de ella se muere cada vez que eso pasa.

Y quizás por eso llora Amanda. Porque la certeza del resabio de podredumbre quemada que sale del horno, no representa para ella más que el reflejo de lo negado, de lo muerto y de lo irremediable. Algo que se destroza en el suelo, pero está muerto antes de siquiera tocarlo.

Pero Amanda sigue creando. Como si de ello dependiera algo que no es su vida sino quizás algo más elemental: la vida de aquello que toca y modela. La urgencia de saberse vivo a través de eso y por eso a lo que planea insuflar vida, es lo que necesita para sobrevivir.

No es la primera vez que lo piensa. De un tiempo a esta parte no tiene más propósito en la vida que aquello. Sobrevivir a través de sus obras. Inventarse un sentido de pertenencia, de permanencia. Algo que la alcance y se abra camino a través de todo lo vejado y podrido en que deviene aquello que roza su propio tacto, su propia vida.

Es demasiado que pedir a un horno, y a una quimera de barro.

Y Amanda lo sabe. Y quizás por eso es que también llora.

Al despertar

Al despertar me acordé que estaba muerto. Que ya llevaba quince años así.

Y que esta semana que casi termina se cumplía otro aniversario del día de su muerte. Pero yo no lo recordé sino hasta hoy, en el sueño aquel.

Fue mucho, junto.

Por eso también me desperté temblando, y sin ganas de levantarme.

Hacía mucho que no pensaba en él.

Tenía el pelo enrulado y era petiso, pero no tanto como para que le dijeran enano o algo parecido. De eso me acuerdo. Pero cuando quiero recordar rasgos específicos de su rostro, como su nariz, sus pómulos o el color de ojos que tenía, se me escapa de la mente. Incluso después de hacer un esfuerzo enorme y evocarlo, evocarlo entero, aún entonces todavía me cuesta estar seguro de si de veras es ese su rostro, o tan sólo es alguno que mi mente fue completando y deformando.

Es una sensación horrible. Porque siento que lo estoy traicionando. A él, ni siquiera a su recuerdo. A él. Como si todavía siguiera entre nosotros y mañana pudiera verlo o cruzarlo en el colectivo.

De eso trataba el sueño, de un bucle infinito hacia el olvido, sin comienzo ni final. Sofocante. Con la sensación de bajar escaleras, de hundirme, y encontrar en cada recodo, su rostro triste y apagado, que me observaba como acusándome de algo.

Y yo, que no podía detenerme.

Que todavía no puedo.

Y esa incertidumbre de no saber si en realidad lo que yo hacía era escapar o buscarte, en el fondo de esa espiral.

Pero naufragué, y terminé despertando.

Y me acordé que estabas muerto.

Huecos

Ella nunca vino. Por eso tuve que cerrar las ventanas, las puertas, y los huecos disimulados de la sonrisa yerma que me apretaban la quijada desde que empecé a idealizarla. Todo con tal de no dormirla entre los pliegues de mis sueños.

Al moverlos, los postigos oxidados de los huecos de mi casa criaron cuervos en un lamento ferroso; quejándose, lamentándose. Así fue como noté el desarraigo que había detrás de cada uno de ellos. Hacía falta ventilarlos y dejarlos al sol, pero yo no estaba de ánimo, así que tan sólo me ofrendé al insomnio en otro abrazo sofocante.

Y los huecos quedaron huérfanos sin que a nadie le importase demasiado.

Nunca fui bueno para el dolor. Así que por el puro morbo del resentimiento me dediqué a imaginarla jamás llegando a ningún lado, como un bulto atrofiado que el pavimento iba deformando con los años; quieto y tullido, con las piernas atrapadas entre sonrisas muertas y un par de abrazos baratos desperdigados sobre algún colchón. Cualquier otro colchón. Pero me aburrí de odiarla demasiado pronto. Entonces me regalé un recuerdo inventado, uno plagado de cosas tiernas y gestos pequeños: una silla quieta, un mantel vacío, y un rejunte de palabras complicadas que servían para agasajar cada mentira que se me ocurriera improvisar.

Nada de eso duró demasiado. Me di cuenta pronto que el fuego de las ideas sin cuerpo ni corazón morían una tras otra apenas rozar el aire. No importaba que forma les diera ni lo que yo pudiera hacer al respecto. Más que otra cosa, aquello tan sólo desgastaba el silencio enquistado en las pupilas de la noche.

Cuando llegó la mañana me senté en el suelo. No hacía frío, pero yo estaba completamente vacío y decidido a contradecirme una vez más. Tomé la frazada, un almohadón aplastado y el sueño fatuo de su propia existencia, para abrazarlo junto a mí y darme algún tipo de calor.

Jamás me dormí. Sólo me consagré a los huecos que su olvido iba dejando bajo la ventana y el mantel.

Cuando grité su nombre, nadie estaba allí para escucharlo.

Sombras que dibuja la luna bajo la higuera

 

En la esquina de mi casa, casi doblando la esquina, hay una higuera. Un árbol pequeño y desgarbado que se estira doblado hasta sobrepasar con su última rama la cabeza del hombre más alto de la cuadra. No sabría decir si da frutos, pero de darlos, estoy seguro que muy pocos se atreverían a comerlos, tan sólo los verdaderamente desesperados. Pues es un árbol maldito. Maldecido por las palabras que riegan sus raíces por las noches de otoño.

Apenas morir la última noche del verano y teñirse de castaño rojizo la primera hoja, es cuando comienzan a aparecer las sombras de los vecinos junto a la higuera. Y tal como si lo hubieran pactado previamente, ninguno de ellos se cruza jamás en el camino del otro. Aguardan, vigilan, espían y luego, cuando cuentan con la certeza de la soledad, entonces avanzan. Todos ellos y yo, actores de un escenario mutilado, incapaz de contener a más de uno a la vez.

Nos reconocemos en la noche, no por las siluetas que se adivinan a la luz de la luna, sino por el puño cerrado con el que todos cargamos el peso de nuestros pecados. En el, hecho un bollo, llevamos un trozo de papel de arroz, delgado y casi transparente, donde garabateamos aquello que deseamos olvidar. La higuera está allí para tragarlos y alimentarse a la vez de ellos, pues eso es lo que es, un devorador de pecados. Y todo lo que tenemos que hacer a cambio es regarlo con unas cuantas gotas de nuestra sangre, las necesarias y equivalentes al peso del olvido que anhelamos.

Y todo desaparece. Todo. Aunque tu mundo se cayera a pedazos a tu alrededor de un día para el otro, bastaría con garabatear el peor de todos esos recuerdos, y los escombros jamás podrían volver a alcanzarte.

El problema sólo se vuelve un problema cuando el precio es más alto que toda la vida que corre por tus venas. Ahí es cuando aparece aquello que nadie menciona y todos juran jamás haber probado o visto siquiera: el fruto maldito.

Las historias difieren respecto de su forma tanto como de su color. Hay quienes dicen que tiene el tamaño de una uva, y que su color es el mismo de aquel de la sangre que regó su vida; un carmesí furioso y concentrado. Otros fabulan que su color es el mismo que aquel de todo aquello que tememos y que habita en la noche, y que su forma es la de una lágrima, con la punta apenas marcada por veteados de un verde traslúcido. Sin embargo, todos concuerdan en algo: el fruto de la higuera aparece sólo una vez por temporada, y lo hace en la noche del último plenilunio de otoño. Si tus labios lo muerden puede cumplirte un deseo. Uno de esos que no bastan con olvidar; un deseo del alma. Pero el precio puede ser demasiado alto, casi tanto como atragantarse con los pecados de toda la ciudad.

Es una decisión que sólo toman los desesperados, y que nadie debe atreverse a juzgar. ¿Quién de todos nosotros podría negarse a la tentación de una conciencia limpia? ¿Qué importa el costo de vivir atormentando por los pecados ajenos cuando es el tuyo propio el que no te permite dormir por las noches?

Todos somos iguales bajo las sombras que dibuja la luna de otoño.

Y esta noche el fruto será mío, sin importar lo que tenga que hacer para obtenerlo.

Con tus ojos

El último bastión es tu mirada. Hay una inclinación a lo oscuro en ella, pero así y todo la adivino tras el eco de lo ausente. No protege lo que queda, y de alguna forma lo condena, pero así y todo es lo último que queda, lo poco que sostiene.

Y así, cuando camino te olvido un poco, pero más siento que me abandonás. El poder de la ausencia crea un vacío extraño; algo se va llenando de la nada y se deja atravesar por las lanzas que el sonido empuja por la ventana.

De cero parto entonces, inmiscuyéndome en el rayo que golpea desde lo alto sobre el silencio. Y mi golpe es tu silencio.

No es fácil. Pero cuando siento brechas en el ritmo puedo delinear tus ojos en el aire. Y como la absurda caricia del manto que deja caer la brisa en tu rostro; así te escucho, con tus ojos…

Descompasado

La luz del velador roto en el rincón vuelve a parpadear. Lejos de irritarlo aquello lo hace sonreír como un idiota. Intenta levantarse, pero antes estira su mano hacia el suelo y busca entre la basura y los cadáveres de botellas alguna que todavía tenga algo con que poder mojar sus labios. Ni siquiera le importa cuando se corta el labio inferior con el pico quebrado de aquella que se mandó a la boca. Él mismo está demasiado roto para notarlo.

Atraviesa la habitación a los tropezones, tratando de hacerse camino hasta el piano. Su sombra aparece y desaparece al ritmo azaroso y mortecino del velador en el rincón. Pareciera que flota en lugar de avanzar. Que repta a través del aire. Cuando al fin llega levanta la tapa de las teclas con decisión, pero se detiene antes de siquiera apoyar sus manos ¿Cuánto hacía que no tocaba el piano? ¿Cuánto había pasado realmente desde que vio a Jana por última vez? Una gota carmesí cae de sus labios sobre uno de sus dedos, interrumpiendo sus pensamientos. El contraste de la sangre con su piel pálida lo maravilla y lo repugna al mismo tiempo, pero él no puede dejar de observarlo.

En un torpe movimiento para apartar aquello de su vista, su mano izquierda cae pesada sobre las teclas y la tensión de los armónicos que provoca llena entonces el vacío de la habitación con la puntada de un sonido doloroso y comprimido. Intenta respirar.

Se siente desvanecer, pero se esfuerza en mantener los ojos abiertos. Hay una segunda gota en la punta de sus labios, pero esta ya no cae sino que apenas si se desprende. Se detiene ahí, en el aire, como si contemplara el vacío y se negara a sumergirse en él. Él la observa, o cree observarla, empantanado en la sensación anhelante y difusa que le da la reverberación del sonido del piano en su cabeza. Su mirada etílica se expande y observa también a su mano derecha colgada del aire, detenida en aquel instante marchito. Pareciera moverse, pero de manera casi imperceptible, como una inhalación cercenada a medio camino. Cierra los ojos e intenta concentrarse. Los armónicos de aquel acorde disonante todavía perduraban, pero ahora parecían alejarse del piano y amontonarse por encima de su cabeza, como hormiguitas desesperadas pisándose una a la otra. Cuando volvió a abrir los ojos su mano derecha parecía haber retomado el movimiento, o al menos cambiado de lugar. Podía verla intentando dibujos invisibles en el aire, esforzándose por caer sobre el piano. Pero era una secuencia incompleta, un sinsentido de imágenes donde la mano aparecía y desaparecía de su vista. “Como si el sonido y el vacío estuvieran descompasados”, se dijo a sí mismo en lo que creyó un resabio de gloriosa lucidez. Estaba completamente seguro que su mano derecha todavía seguía en el aire cuando escuchó dentro del piano martillar las cuerdas de un LA brillante y palpitante. Luego la vió caer en un deja vú apagado de notas que ya ni siquiera estaban donde él las había buscado.

Cerró los ojos sin atreverse a moverse de donde estaba. Su percepción estaba atravesada por aquel segundo, aquel instante. La suma de los sonidos provocado por el peso de sus dedos era ahora una caricia en el silencio. Lejos de diluirse, los sonidos se habían combinado y alimentado uno del otro, y él, en su febril desvanecerse, estaba seguro de haber encontrado allí una parte de sí mismo que creía perdida hacía tiempo. Todo estaba ahí; en sus dedos y en aquello que nacía del entretejido de aquellas notas que se parían la una a la otra, apretujadas y en desorden por sobre su cabeza. Así que trató de aferrarse a aquella sensación, a aquella música, a aquel dolor, todo lo que pudo.

“Splat”, creyó escuchar entonces, pero se negó a abrir los ojos por temor a encontrarse con la segunda gota de sangre todavía a medio camino entre su boca y el piano.

Mover cuerpos luego de un asesinato

Dos figuras se movían en la oscuridad. Desde la calle, la luz de un auto alargaba parte de sus sombras hasta abarcar casi toda la altura del muro del pasillo. Mientras la luminosidad de los faros se alejaba, ambas figuras permanecían inmóviles, aunque discutiendo acaloradamente.

—Me parece que me cagaste, eh —dijo la sombra número uno. Su voz tenía un sonido más bien nasal, molesto y algo agudo, que contrastaba con la oscura imagen de la que formaban parte.

—¿Con qué? —preguntó la sombra número dos, tratando de imponer un tono de voz que rondaba al susurro.

—¿Cómo con qué? ¡Con el laburo! Te hiciste el boludo y agarraste al más flaquito —continuó el primero, ignorando el intento de su compañero de bajar el tono de la discusión.

—Dejá de llorar. Ni que fuera tanta la diferencia, ¿no ves que son mellizos? Son casi iguales.

—¿Y qué tiene que ver que sean mellizos? El mío es más gordo. Vos me re cagaste.

—Nooo… fijate ¿no ves? —remarcó el que aún hablaba en susurros, mientras alumbraba el rostro de la persona que arrastraba, con una linternita de bolsillo.

—¿Para qué me mostrás la cara? Si ya sé que tienen la misma cara de boludo. Pero este pesa más, te digo.

La voz nasal del primero, además de ser molesta al oído, tenía la particularidad de sonar medio gangosa cuando este se ponía nervioso. Por lo que cuando decía palabras como “boludo”, lo que se escuchaba era algo más parecido a un “bodudo”.

Cuando esto pasaba, su compañero, que prefería los susurros en ese tipo de situaciones, optaba por darle la razón o el gusto con tal de hacerlo callar.

—Bueno, a ver, dale. Cambiemos.

A tientas, y en la oscuridad del pasillo, ambos intercambiaron lugares.

—¿Y? ¿Tenía razón?

—Nah… apenas hay diferencia —dijo, aún susurrando, y simulando el esfuerzo la segunda sombra.

—Bueno… mejor entonces. Vamos.

El primero asomó la cabeza por fuera del pasillo que daba a la calle. Casi nadie pasaba por allí a esas horas, pero era mejor asegurarse. Luego volvió sobre sus pasos y le hizo una seña con la cabeza a su compañero, aun sospechando que su compañero jamás la vería mientras siguieran sumidos en la oscuridad.

Cuando se disponían a seguir camino y a seguir arrastrando los cuerpos, el segundo habló:

—Aguantá… —dijo, rompiendo por primera vez su tono susurrante.

—¿Qué pasó?

—Aguantá que me dio un calambre.

—¿Dónde?

—Acá en la gamba —susurró adolorido, marcando a ciegas la parte trasera y superior de su pierna derecha.

—Uh, bueno… Estirá que si no es peor—dijo el primero, por decir algo—. Viste que era más pesado —agregó luego, triunfal.

El segundo optó por no hacer caso, y por entregarse de lleno al quejido murmurante mientras frotaba con fruición la pierna acalambrada.

—Che, ¿y cómo hacemos? —dijo luego, más calmado—. La verdad que no da para arrastrarlos hasta el auto. Éste pesa un montón encima… a ver si me sale una hernia o me jodo la espalda todavía.

—… y no sé, podríamos hacer dos viajes. Entre los dos llevar cada cuerpo no sería tanto.

—Esa es buena —concedió el segundo. Por alguna razón mientras escuchaba hablar a su compañero no pudo evitar notar nuevamente como resaltaban determinadas letras o sílabas en todo lo que decía. Ya lo había escuchado varias veces, pero ahora, en medio de la noche, ese “do” nasal que largaba y que envolvía por completo a la letra “n”, como si estuviera resfriado, comenzaba a enervarlo.

El primer cuerpo que levantaron entre ambos fue el del mellizo más rollizo. No fue una decisión tomada a la ligera, ya que calculaban que era mucho mejor hacer un mayor esfuerzo al comienzo que luego al terminar. Lo acercaron hasta la parte trasera del auto que tenían estacionado en la calle a escasos metros y luego de abrir la cajuela lo acomodaron lo mejor que pudieron.

—¿Qué hacés? —dijo la sombra número dos, volviendo a susurrar.

—¿Con qué? —preguntó a su vez la sombra número uno, notando con aversión que su compañero trataba nuevamente de hacerlo bajar la voz.

—Con la cajuela. ¿No pensás cerrarla?

—¿Para qué? Si estamos a diez pasos nomás.

—¿Cómo que para qué? ¿Y si viene alguien?

—SON. DIEZ. PASOS… ¿Quién mierda va a venir? ¿Vos ves a alguien? Mirá alrededor. Hace un frío de cagarse. Los únicos dos pelotudos que andan a esta hora trabajando somos vos y yo. Y todo porque vos preferías venir a arriesgarte ahora antes que el fin de semana que sabíamos que estarían en la casa desde más temprano.

—Bueno… tampoco para que te enojés. Ya te dije que el sábado tenía el cumpleaños del tío de mi novia, ¿qué querías que haga?

—Andaaaa… ¿vos te escuchás hablar al menos? “tingui il cumpliñis del tii di mi nivia”. Bien que seguro le gusta a esa cuando le llevás plata de los laburos que hacemos.

—¿Y eso que significa?

—¿El qué?

—Dijiste “esa”, loco. Así todo ponzoñoso. ¿Qué onda?

—Booeeh… nada, dejá, dejá. Vamos a buscar al otro que falta así ya terminamos, ¿te parece?

Cuando volvieron al pasillo tantearon en la oscuridad del suelo tratando de ubicar al otro cuerpo. Al no encontrarlo de inmediato la sombra número dos sacó la linternita que tenía en el bolsillo del saco e iluminó con su haz el pasillo.

—¡No está!

—¿Qué? ¿Cómo que no está? ¿No lo habías matado?

—¡¿Yo?! Si ese era el tuyo.

—No, no, yo maté al gordo. Que está obviamente más muerto que el tuyo.

—¿Y como mierda sabés cual era el que mataste si estaba todo oscuro después de que les cortamos la luz?… Además, ¿qué es eso de “más muerto”? o está muerto o no lo está, es algo binario. No existe un estadío donde se está más muerto.

—En este momento, estoy seguro que el mío está más muerto que el tuyo, que al parecer se fue arrastrando… Ves, eso porque usás guantes. Yo con las manos le sentía toda la grasa del cogote al otro cuando lo ahorcaba… gracias a eso me aseguro del crack que cuenta. Ese que no se escucha siempre, pero que se siente en los dedos. Vos con los guantes no debés sentir una mierda.

Se quedaron callados unos segundos, envarados por el frío de la noche y la cuestión del momento.

—Bueno, ya fue… vamos —resolvió el número dos.

—Pero, no debe estar lejos… además, ¿al que nos contrató que le decimos?

—Nada.

—…

—Mirá. Ahora vamos, le cortamos la cabeza al gordo de la cajuela, la ponemos en una bolsa bien grande. De un lado ponemos la cabeza y del otro la llenamos de papel o lo que sea, y cuando se la mostramos tratamos de distraerlo para sacar la misma cabeza las dos veces. Giramos un poco la bolsa antes y ni cuenta se va a dar, si son mellizos aparte.

—¡Pero este es más gordo! Si los conoce bien a ambos se va a dar cuenta que lo queremos cagar.

—Y dale con que este es más gordo. Apenas si se notaba la diferencia, che… Además hace un frío de cagarse. ¿Vos te querés pasar lo que queda de la noche buscando al hermano de este?

—Y… no, la verdad que no. Pero la cabeza la cortás vos, que sos el que te mandaste la cagada.

—Sí, dale. Ya fue. Vamos al auto.

Ya en el auto en marcha y alejándose, el de la sombra primera comenzó a reírse gangosamente.

—¿Y ahora…?

—Nada, nada… ¿Adónde tenés que ir mañana temprano, eh?

—Ehmm, ¿por qué? A ningún lad- … dejá de reirte querés. Quedé en ir a buscar un disfraz para la fiesta del fin de semana. Dejá de reirte, forro.

Reflejo

Un hombre entra al bosque. Al llegar a un río se detiene y se sienta en su orilla, sacando una hogaza de pan. Al rato, aproxima su rostro al río buscando saciar su sed. Con asombro ve en el reflejo del agua que su rostro ha cambiado. Mete la mano intentando borrar la imagen, sin embargo, la misma siempre vuelve. Ya no es ahora sino un anciano de mirada triste. Desesperado corre siguiendo el cauce del río, buscando su origen. Al llegar a la vertiente, agitado y sin aire, tropieza y cae al agua.

Un niño sale del bosque.

 

Microrrelato publicado originalmente en Revista Axxón #242

Solo

No te asustés. Quedate. Tan sólo… hace mucho no duermo, ¿sabés?, es sólo eso. ¿Alguna vez estiraste tu mano en el aire tratando asir entre tus dedos algo invisible? Es algo que hago demasiado últimamente, y en la oscuridad. Como si por alguna razón buscara refugiarme en ella, ocultar estos movimientos. Lo que en realidad no tiene mucho sentido, porque, bueno, son movimientos sin sentido. Pero ahí está, de repente pestañeo o me distraigo y ahí está, aparece mi mano tanteando la nada porque sí, a lo tonto, abriendo los dedos, cerrando y abriendo el puño. Como si tuviera un corazón entre mis manos latiendo en el vacío infinito de la palma de mi mano. De veras, nunca supe bien porque lo hago… Pero no, no te vayas. Si lo preferís puedo echar un poco de leña, avivar el fuego. Sí, eso quizás sería agradable. ¿Te dije que hace mucho que no logro pegar un ojo? Es frustrante la verdad. Llegué a un punto en que de veras no estoy del todo seguro si lo que quiero es dormir, o echarme boca arriba y apagar por un momento mi maldito cerebro. Y hay un zumbido. Sí, un zumbido extraño, así como un bssss, bssss, como si en mi cabeza tuviera el ojo estancado de un televisor muriéndose en lamentos entrecortados de sonido blanco. Es irritante, porque en realidad estoy seguro que es un sonido que nunca se va, tan sólo está ahí, impertérrito, y yo simplemente luego me olvido que está. Y ahí es cuando duermo. Creo. Es algo raro, me cuesta reconocer el instante de vigilia del onírico. Es como esa sensación que tengo cuando estoy con vos. No lo tomés a mal, eh. Sólo que, bueno, a esta altura yo ya estoy seguro de que me odiás, pero que puede que de a momentos logre que te olvidés de ello, y por eso podemos compartir estos momentos. No sé si es algo malo tampoco. Disfruto de estos momentos, así como también disfruto cuando logro finalmente dormir algo… Mirá, mirá, ¿ves? Ahí lo hice de nuevo, lo de la mano. ¿De qué estábamos hablando? Ah, sí, ya recuerdo, iba a echar un poco más de leña al fuego ¿Tenés frío? Es lo normal. Todos dicen que tienen frío cuando llega la noche por acá. Yo no. Creo que debo tener piel gruesa o algo por el estilo porque de veras no me molesta. Podría estar acá sin el fuego y a oscuras y estaría perfectamente bien. Pero no podría estar solo. No me hace bien. No. Pienso demasiado cuando estoy solo. Y sin embargo; sin embargo tampoco puedo decir que soy una persona de grupos. No sé funcionar en esas situaciones. Ya sabés, todo el mundo parece actuar de manera diferente cuando está en grupo, pero a mi como que se me apaga algo, no sé, el factor social o algo, y entonces como que no sé como interactuar, no sé como reaccionar con el otro que tengo al lado. No lo siento así cuando estoy cara a cara solo frente a otro, es ahí donde siento que puedo soltarme más, abrirme… Vamos acercate, te va a hacer bien el calor. Si te incomoda puedo moverme más allá. Sé que las manchas pueden incomodan a la mayoría, sobre todo las de la cara. Pero, hey, yo ya me acostumbré a ellas. Tampoco es como si tuviera oportunidad de cruzarme con muchos espejos estos días, ¿no? Mi espejo, al menos en ese sentido, es la reacción del resto, de los que me voy cruzando por aquí o por allá. Ya sé, ya sé. No lo decía para recriminarte nada, eh, tan sólo lo sugería por cortesía. A mi ni siquiera me molestan ya. Lo único que resiento es lo del brazo derecho. Cuando se empezó a infectar y tuve que… bueno, no fue algo muy bonito, ni fácil de hacer. Por suerte alcancé cortarlo a tiempo y apenas si me quedaron las manchas como consecuencias. Pero la saqué barata puedo decirte. En esos días había otra chica por aquí que no tuvo tanta suerte. ¿Alguna vez viste alguno en la etapa de las pústulas? Pfff, bueno, estás de suerte entonces… Lo siento, estoy haciéndolo de nuevo, ¿no? No es mi intención, te lo juro. No te vayás, quedate, al menos hasta que amanezca. No soy muy bueno con las primeras impresiones. Me pongo nervioso y hablo tonterías. Pareciera que todavía cargo con algunas manías del viejo mundo: esto de la mano, lo de no poder dormir. A cualquier otro la urgencia del sobrevivir lo habría puesto a maquinar sobre lo inmediato, sobre la comida, el refugio y esas cosas. Y no me malentiendas, son cosas importantes, pero a mi esto de la soledad ha acabado por acentuar cosas que yo ya sospechaba como latentes, pero que ahora están, como decirlo, ¿palpables? Sí, palpables puede ser. A esta altura tengo la certeza de que todo tiene que ver con el tacto, y la oscuridad, y las manchas y nada más… ¿Tenés hambre? Perdóname olvidé preguntarte desde un comienzo. No te digo que soy malo para las primeras impresiones. No vayas a pensar que soy siempre así, eh. Hagamos algo. Voy a aflojarte un poco las cuerdas de las manos para que puedas comer un poco más cómoda, y me voy a alejar unos pasos, así no estás todo el tiempo pendiente de lo que yo haga o deje de hacer, ¿sí? A ver, ahí va. Tranquila ahora. No tengo mucho para ofrecerte, pero estos días es bien sabido que un plato de comida caliente no es para despreciarle a nadie. Eso, ¿ves? Tranquila. Por eso tampoco te ate las piernas desde un principio. Te prometo que no te voy a hacer daño, ¿está bien? Mirá, tan sólo me voy a alejar unos pasos para dejarte comer tranquila. Luego podés hacer lo que quieras. Podés irte ahora, o esperar a que amanezca. Aunque de veras me agradaría que te quedaras. No me gusta estar solo… No, no fue así. No sé que es lo último que recordás, pero juro que no tuve nada que ver con lo que le pasó a tus amigos. De acuerdo, de acuerdo, me estoy alejando, ¿ves? Sabía que tendrías una reacción así, por eso preferí atarte las manos antes de que despertaras. Y mirá que no fue fácil de hacer con una sola mano, eh. Pero estoy en desventaja acá, así que vamos, tuve que tomar precauciones. Podemos tan sólo… mirá, tan sólo quiero hablar con alguien por un momento, ¿sí? Y de veras creo que sería un lindo gesto que esa persona no estuviera amenazando mi vida a cada momento. Creéme, mi insomnio no necesita más razones para alimentarlo. Tampoco mi paranoia… ¿Me dirías tu nombre? El mío es, bueno, solían llamarme Sherpa, que supongo era mi apellido o algo, porque no me suena a nombre la verdad, y si es un apodo medio que apesta, así que digamos que es mi apellido. ¿El tuyo? Bueno, no, no tenés que decírmelo todavía si no querés. Aunque tenés cara de nombre corto. Sí, ya sabés, de esos pueden ser diminutivos que luego quedan y quedan, y después tu nombre largo y completo resultó no ser otra cosa más que un sustantivo propio que el tiempo y tu círculo social fagocitó y vomitó en aquellas dos sílabas que ahora te identifican para toda la vida… Aunque bueno, capaz me equivoco… Perdón. Hace mucho que no hablo más que conmigo mismo. Y no me considero para nada un buen interlocutor. Aunque curiosamente, siempre me consideré una persona que sabe escuchar. Ya sabés, de esos que de veras escuchan y prestan atención a lo que decís. Por que bueno, todo lo dicho siempre importa. Nada es al azar y bla bla bla, ya sabés, todo relacionado a esa mierda energética que andaba dando vueltas antes de que el mundo se fuera al carajo… Te duele la pierna, ¿no? No creo que quieras ver allí abajo, posiblenombrecorto. Lo que sea que los haya atacado los atacó mal y fuerte. Creo que la única forma en que sobrevivas ahora, es que te cortés esa pierna. Yo te puedo ayudar. Podría haberlo hecho antes, mientras estabas noqueada por la baba esa que sueltan los shiqma al cazar, pero no quería hacerlo sin tu permiso. No es bueno despertarse en pedazos. Yo lo sé. Y quizás por eso también me cuesta dormir tanto… Depende de vos. Ya no quedan muchas decisiones que podamos tomar y que de veras importen, pero esta es una de ellas. Sin la pierna vas a ser lenta, un lastre para cualquiera y sobre todo para vos misma. Y si te la dejás a lo sumo tendrás un buen día o dos, hasta que las manchas ocupen toda tu piel. Depende de vos… ¿Que porqué hago esto? Qué sé yo. No sé. Es una charla. Y no me gusta estar solo. La soledad te empuja a hacer cosas terribles y fantásticas. Y ahora vos sos una de ellas. Una cosa terrible y fantástica que divaga en la eternidad del peso absoluto de una decisión imposible. Sos lo más interesante que me pasó en quien sabe cuánto tiempo. Tan sólo sobrevivir ya no es interesante. Creo. No sé. Morir debe tener su atractivo también… Hagamos esto, yo me voy a recostar en aquel rincón y voy a intentar dormir algo, o al menos a simular que lo hago, pues simular a veces ayuda también. Cuando vos quieras mi ayuda, gritá mi nombre: Sherpa, ¿te vas a acordar? Y si decidís matarme o algo gritá el tuyo mientras lo hacés, posiblenombrecorto, así al menos me regalás eso, ¿sí? ¿suena justo?… más bien suena extraño, ya sé. Pero yo soy extraño. Y llevo demasiado tiempo solo. Quizás al escuchar tu nombre me sienta más normal. Un poco. O al menos me quitaría la duda esta de saber si me volví completamente loco al fin y si en realidad ya estoy hablando solo sin nadie alrededor, y las manchas se comieron el resto de mi brazo, y yo jamás logré cortarlo del todo… Bueno, eso, sabés a que me refiero, ¿no? Bueno, puede que más adelante me entiendas. O no. Depende de vos.