de cuentos

Escribir a partir de una imagen

Lo primero que creó fue la banca. Un reflejo inconsciente de su cansancio, quizás. Aunque nunca lo estaba en realidad. Vivía en un aletargado sopor de quietud; un plañidero, vacuo devenir de los días.

Cuando estaba allí, vivía con la terrible certeza de saberse en un sueño. Una onírica mentira que lo envolvía como un manto, del que no deseaba desprenderse, ya que, aún siendo incapaz de recordar detalles de su vida al otro lado, estaba completamente seguro de no querer regresar allí.

Se acomodó sobre su creación. Apoyó la espalda, y al no sentirse del todo a gusto con la sensación que el respaldo le producía, volvió a acomodarlo a sus formas mediante un pensamiento.

¿Qué fue primero? ¿la incomodidad? ¿o el anhelo de descubrir que podía solucionarlo?

El vacío blanco que se extendía ante sus ojos era infinito. Y era suyo. Lo sabía. Como una extensión de su cuerpo que podía manipular a voluntad, un brazo, una pierna o un latido de su pecho.

Cuando se sintió de veras cómodo, comenzó a jugar con la nada. Decidió probar con las formas, erigir construcciones combadas y rectangulares que se levantaran del suelo con la violencia de un geiser de concreto. Manteniéndose estáticos e inconexos. Casi como un juego de niños.

Notó que las cosas que existían por su elección carecían de una sombra en el suelo. Y esto lo irritó. Sencillamente porque intuía que aquello estaba mal. Entonces imaginó el cielo sobre su cabeza, y con éste vino la luz y con ella las sombras. Delicadas extensiones de negro que nacían de la base de lo que él ya asumía como parte suya. «Mis sombras», se repetía levemente para sí, y sonreía.

Luego aquello lo aburrió. Y dictaminó que el suelo dejara de ser suelo y fuera agua. Un espejo perfecto del cielo y de las sombras. Un lugar donde crecieran aquellas extremidades de su mente.

No eran casas, lo sabía. No había allí puertas ni ventanas. Eran protuberancias de su inconsciente, que crecían hacia fuera (¿o era adentro?) como un cáncer.

Fue entonces cuando tembló. Y su mundo-esencia que lo rodeaba tembló junto a él. Debajo de la banca yacía su propia sombra, creciendo lentamente, pero sin control. Él no podía decidir nada sobre ella. Ella existía por sí misma y no por él.

En un reflejo de temor incontrolable se subió sobre la banca para protegerse. La imaginó como una barca con velas, pero cuando intentó pensar en el viento, la barca tambaleó.

Y el hombre se cayó.

Y consumido por su propia sombra y consciencia, despertó.

 

Escrito realizado a partir de un ejercicio de escritura propuesto en el taller «Los clanes de la luna dickeana»

Sombras que dibuja la luna bajo la higuera

 

En la esquina de mi casa, casi doblando la esquina, hay una higuera. Un árbol pequeño y desgarbado que se estira doblado hasta sobrepasar con su última rama la cabeza del hombre más alto de la cuadra. No sabría decir si da frutos, pero de darlos, estoy seguro que muy pocos se atreverían a comerlos, tan sólo los verdaderamente desesperados. Pues es un árbol maldito. Maldecido por las palabras que riegan sus raíces por las noches de otoño.

Apenas morir la última noche del verano y teñirse de castaño rojizo la primera hoja, es cuando comienzan a aparecer las sombras de los vecinos junto a la higuera. Y tal como si lo hubieran pactado previamente, ninguno de ellos se cruza jamás en el camino del otro. Aguardan, vigilan, espían y luego, cuando cuentan con la certeza de la soledad, entonces avanzan. Todos ellos y yo, actores de un escenario mutilado, incapaz de contener a más de uno a la vez.

Nos reconocemos en la noche, no por las siluetas que se adivinan a la luz de la luna, sino por el puño cerrado con el que todos cargamos el peso de nuestros pecados. En el, hecho un bollo, llevamos un trozo de papel de arroz, delgado y casi transparente, donde garabateamos aquello que deseamos olvidar. La higuera está allí para tragarlos y alimentarse a la vez de ellos, pues eso es lo que es, un devorador de pecados. Y todo lo que tenemos que hacer a cambio es regarlo con unas cuantas gotas de nuestra sangre, las necesarias y equivalentes al peso del olvido que anhelamos.

Y todo desaparece. Todo. Aunque tu mundo se cayera a pedazos a tu alrededor de un día para el otro, bastaría con garabatear el peor de todos esos recuerdos, y los escombros jamás podrían volver a alcanzarte.

El problema sólo se vuelve un problema cuando el precio es más alto que toda la vida que corre por tus venas. Ahí es cuando aparece aquello que nadie menciona y todos juran jamás haber probado o visto siquiera: el fruto maldito.

Las historias difieren respecto de su forma tanto como de su color. Hay quienes dicen que tiene el tamaño de una uva, y que su color es el mismo de aquel de la sangre que regó su vida; un carmesí furioso y concentrado. Otros fabulan que su color es el mismo que aquel de todo aquello que tememos y que habita en la noche, y que su forma es la de una lágrima, con la punta apenas marcada por veteados de un verde traslúcido. Sin embargo, todos concuerdan en algo: el fruto de la higuera aparece sólo una vez por temporada, y lo hace en la noche del último plenilunio de otoño. Si tus labios lo muerden puede cumplirte un deseo. Uno de esos que no bastan con olvidar; un deseo del alma. Pero el precio puede ser demasiado alto, casi tanto como atragantarse con los pecados de toda la ciudad.

Es una decisión que sólo toman los desesperados, y que nadie debe atreverse a juzgar. ¿Quién de todos nosotros podría negarse a la tentación de una conciencia limpia? ¿Qué importa el costo de vivir atormentando por los pecados ajenos cuando es el tuyo propio el que no te permite dormir por las noches?

Todos somos iguales bajo las sombras que dibuja la luna de otoño.

Y esta noche el fruto será mío, sin importar lo que tenga que hacer para obtenerlo.

Solo

No te asustés. Quedate. Tan sólo… hace mucho no duermo, ¿sabés?, es sólo eso. ¿Alguna vez estiraste tu mano en el aire tratando asir entre tus dedos algo invisible? Es algo que hago demasiado últimamente, y en la oscuridad. Como si por alguna razón buscara refugiarme en ella, ocultar estos movimientos. Lo que en realidad no tiene mucho sentido, porque, bueno, son movimientos sin sentido. Pero ahí está, de repente pestañeo o me distraigo y ahí está, aparece mi mano tanteando la nada porque sí, a lo tonto, abriendo los dedos, cerrando y abriendo el puño. Como si tuviera un corazón entre mis manos latiendo en el vacío infinito de la palma de mi mano. De veras, nunca supe bien porque lo hago… Pero no, no te vayas. Si lo preferís puedo echar un poco de leña, avivar el fuego. Sí, eso quizás sería agradable. ¿Te dije que hace mucho que no logro pegar un ojo? Es frustrante la verdad. Llegué a un punto en que de veras no estoy del todo seguro si lo que quiero es dormir, o echarme boca arriba y apagar por un momento mi maldito cerebro. Y hay un zumbido. Sí, un zumbido extraño, así como un bssss, bssss, como si en mi cabeza tuviera el ojo estancado de un televisor muriéndose en lamentos entrecortados de sonido blanco. Es irritante, porque en realidad estoy seguro que es un sonido que nunca se va, tan sólo está ahí, impertérrito, y yo simplemente luego me olvido que está. Y ahí es cuando duermo. Creo. Es algo raro, me cuesta reconocer el instante de vigilia del onírico. Es como esa sensación que tengo cuando estoy con vos. No lo tomés a mal, eh. Sólo que, bueno, a esta altura yo ya estoy seguro de que me odiás, pero que puede que de a momentos logre que te olvidés de ello, y por eso podemos compartir estos momentos. No sé si es algo malo tampoco. Disfruto de estos momentos, así como también disfruto cuando logro finalmente dormir algo… Mirá, mirá, ¿ves? Ahí lo hice de nuevo, lo de la mano. ¿De qué estábamos hablando? Ah, sí, ya recuerdo, iba a echar un poco más de leña al fuego ¿Tenés frío? Es lo normal. Todos dicen que tienen frío cuando llega la noche por acá. Yo no. Creo que debo tener piel gruesa o algo por el estilo porque de veras no me molesta. Podría estar acá sin el fuego y a oscuras y estaría perfectamente bien. Pero no podría estar solo. No me hace bien. No. Pienso demasiado cuando estoy solo. Y sin embargo; sin embargo tampoco puedo decir que soy una persona de grupos. No sé funcionar en esas situaciones. Ya sabés, todo el mundo parece actuar de manera diferente cuando está en grupo, pero a mi como que se me apaga algo, no sé, el factor social o algo, y entonces como que no sé como interactuar, no sé como reaccionar con el otro que tengo al lado. No lo siento así cuando estoy cara a cara solo frente a otro, es ahí donde siento que puedo soltarme más, abrirme… Vamos acercate, te va a hacer bien el calor. Si te incomoda puedo moverme más allá. Sé que las manchas pueden incomodan a la mayoría, sobre todo las de la cara. Pero, hey, yo ya me acostumbré a ellas. Tampoco es como si tuviera oportunidad de cruzarme con muchos espejos estos días, ¿no? Mi espejo, al menos en ese sentido, es la reacción del resto, de los que me voy cruzando por aquí o por allá. Ya sé, ya sé. No lo decía para recriminarte nada, eh, tan sólo lo sugería por cortesía. A mi ni siquiera me molestan ya. Lo único que resiento es lo del brazo derecho. Cuando se empezó a infectar y tuve que… bueno, no fue algo muy bonito, ni fácil de hacer. Por suerte alcancé cortarlo a tiempo y apenas si me quedaron las manchas como consecuencias. Pero la saqué barata puedo decirte. En esos días había otra chica por aquí que no tuvo tanta suerte. ¿Alguna vez viste alguno en la etapa de las pústulas? Pfff, bueno, estás de suerte entonces… Lo siento, estoy haciéndolo de nuevo, ¿no? No es mi intención, te lo juro. No te vayás, quedate, al menos hasta que amanezca. No soy muy bueno con las primeras impresiones. Me pongo nervioso y hablo tonterías. Pareciera que todavía cargo con algunas manías del viejo mundo: esto de la mano, lo de no poder dormir. A cualquier otro la urgencia del sobrevivir lo habría puesto a maquinar sobre lo inmediato, sobre la comida, el refugio y esas cosas. Y no me malentiendas, son cosas importantes, pero a mi esto de la soledad ha acabado por acentuar cosas que yo ya sospechaba como latentes, pero que ahora están, como decirlo, ¿palpables? Sí, palpables puede ser. A esta altura tengo la certeza de que todo tiene que ver con el tacto, y la oscuridad, y las manchas y nada más… ¿Tenés hambre? Perdóname olvidé preguntarte desde un comienzo. No te digo que soy malo para las primeras impresiones. No vayas a pensar que soy siempre así, eh. Hagamos algo. Voy a aflojarte un poco las cuerdas de las manos para que puedas comer un poco más cómoda, y me voy a alejar unos pasos, así no estás todo el tiempo pendiente de lo que yo haga o deje de hacer, ¿sí? A ver, ahí va. Tranquila ahora. No tengo mucho para ofrecerte, pero estos días es bien sabido que un plato de comida caliente no es para despreciarle a nadie. Eso, ¿ves? Tranquila. Por eso tampoco te ate las piernas desde un principio. Te prometo que no te voy a hacer daño, ¿está bien? Mirá, tan sólo me voy a alejar unos pasos para dejarte comer tranquila. Luego podés hacer lo que quieras. Podés irte ahora, o esperar a que amanezca. Aunque de veras me agradaría que te quedaras. No me gusta estar solo… No, no fue así. No sé que es lo último que recordás, pero juro que no tuve nada que ver con lo que le pasó a tus amigos. De acuerdo, de acuerdo, me estoy alejando, ¿ves? Sabía que tendrías una reacción así, por eso preferí atarte las manos antes de que despertaras. Y mirá que no fue fácil de hacer con una sola mano, eh. Pero estoy en desventaja acá, así que vamos, tuve que tomar precauciones. Podemos tan sólo… mirá, tan sólo quiero hablar con alguien por un momento, ¿sí? Y de veras creo que sería un lindo gesto que esa persona no estuviera amenazando mi vida a cada momento. Creéme, mi insomnio no necesita más razones para alimentarlo. Tampoco mi paranoia… ¿Me dirías tu nombre? El mío es, bueno, solían llamarme Sherpa, que supongo era mi apellido o algo, porque no me suena a nombre la verdad, y si es un apodo medio que apesta, así que digamos que es mi apellido. ¿El tuyo? Bueno, no, no tenés que decírmelo todavía si no querés. Aunque tenés cara de nombre corto. Sí, ya sabés, de esos pueden ser diminutivos que luego quedan y quedan, y después tu nombre largo y completo resultó no ser otra cosa más que un sustantivo propio que el tiempo y tu círculo social fagocitó y vomitó en aquellas dos sílabas que ahora te identifican para toda la vida… Aunque bueno, capaz me equivoco… Perdón. Hace mucho que no hablo más que conmigo mismo. Y no me considero para nada un buen interlocutor. Aunque curiosamente, siempre me consideré una persona que sabe escuchar. Ya sabés, de esos que de veras escuchan y prestan atención a lo que decís. Por que bueno, todo lo dicho siempre importa. Nada es al azar y bla bla bla, ya sabés, todo relacionado a esa mierda energética que andaba dando vueltas antes de que el mundo se fuera al carajo… Te duele la pierna, ¿no? No creo que quieras ver allí abajo, posiblenombrecorto. Lo que sea que los haya atacado los atacó mal y fuerte. Creo que la única forma en que sobrevivas ahora, es que te cortés esa pierna. Yo te puedo ayudar. Podría haberlo hecho antes, mientras estabas noqueada por la baba esa que sueltan los shiqma al cazar, pero no quería hacerlo sin tu permiso. No es bueno despertarse en pedazos. Yo lo sé. Y quizás por eso también me cuesta dormir tanto… Depende de vos. Ya no quedan muchas decisiones que podamos tomar y que de veras importen, pero esta es una de ellas. Sin la pierna vas a ser lenta, un lastre para cualquiera y sobre todo para vos misma. Y si te la dejás a lo sumo tendrás un buen día o dos, hasta que las manchas ocupen toda tu piel. Depende de vos… ¿Que porqué hago esto? Qué sé yo. No sé. Es una charla. Y no me gusta estar solo. La soledad te empuja a hacer cosas terribles y fantásticas. Y ahora vos sos una de ellas. Una cosa terrible y fantástica que divaga en la eternidad del peso absoluto de una decisión imposible. Sos lo más interesante que me pasó en quien sabe cuánto tiempo. Tan sólo sobrevivir ya no es interesante. Creo. No sé. Morir debe tener su atractivo también… Hagamos esto, yo me voy a recostar en aquel rincón y voy a intentar dormir algo, o al menos a simular que lo hago, pues simular a veces ayuda también. Cuando vos quieras mi ayuda, gritá mi nombre: Sherpa, ¿te vas a acordar? Y si decidís matarme o algo gritá el tuyo mientras lo hacés, posiblenombrecorto, así al menos me regalás eso, ¿sí? ¿suena justo?… más bien suena extraño, ya sé. Pero yo soy extraño. Y llevo demasiado tiempo solo. Quizás al escuchar tu nombre me sienta más normal. Un poco. O al menos me quitaría la duda esta de saber si me volví completamente loco al fin y si en realidad ya estoy hablando solo sin nadie alrededor, y las manchas se comieron el resto de mi brazo, y yo jamás logré cortarlo del todo… Bueno, eso, sabés a que me refiero, ¿no? Bueno, puede que más adelante me entiendas. O no. Depende de vos.

Casi

Laureano nació un 29 de Febrero de un año bisiesto, en el límite exacto e imaginario de una ciudad sureña y confederada de los Estados Unidos, y otra abolicionista. Hijo de una madre esclava y de un esclavista terrateniente de bigotes largos y apellido doble. Nació mulato, enclavado en la ambigüedad que le daban el color tostado, casi claro de su piel y la heterocromía de sus ojos; uno verde y otro azul. “Casi podría ser blanco”, dijo su madre al verlo por primera vez, luego de parirlo en el fondo de una carreta. Y aquel “casi” lo definió por gran parte de su vida.

Fue criado a escondidas, en el granero de un nuevo dueño, un nuevo amo. Aprendiendo de su madre palabras en Francés y modales de señorito Inglés, mientras que de los demás esclavos mamaba el amor por el canto y los tambores. Nunca entendió que su madre no fuera capaz de traducir para él ninguna de aquellas palabras al Francés o al Inglés. Eran palabras con vida y ritmo propios, como si al hablar y cantar en ese idioma de esclavos fuera en realidad parte de lo mismo.

En su adolescencia, Laureano se escapaba del granero, se vestía con ropas de amo y se escabullía en las kermesses del pueblo. Despertaba miradas y murmullos, recelos y preguntas. Pero sobre todo despertaba pasión en las mujeres. Y él se aprovechaba de eso.

Cuando se convirtió en adulto su madre lo separó del grupo y lo confrontó. “Hoy dejás de ser negro”, le dijo. Luego le dio unas cuantas monedas, ropa bonita y una pipa hecha de nogal. Le explicó con un mapa rudimentario como llegar a los campos de su padre y le detalló exactamente lo que iba a decir. Si todo salía bien, él ocuparía el lugar de un primo desconocido de un país del otro lado del mar.

Al alejarse, todo lo que Laureano podía pensar era en lo diferente que se sentiría si su madre en lugar de haber dicho lo que dijo, le hubiera dicho “Hoy dejás de ser esclavo”.

Todo salió como lo planeado, y Laureano pudo vivir junto a su padre sin que este lo supiera.

Pero no lo soportaba. Se escapaba a las fiestas de negros y se encamaba con esclavas por placer.

En la noche del 29 de Febrero de su vigésimo aniversario de vida, Laureano asesinó a su padre, mientras este dormitaba, clavándole la pipa de nogal en su carótida.

Con la sangre aún fresca en sus manos y una bolsa llena de monedas doradas, regresó a buscar a su madre. Pero ésta lo negó, lo hechó y lo maldijo en una mezcla timorata de idiomas escupidos en su rostro.

Laureano se alejó de ella a paso lento, pero decidido. Y con la sangre que coloreaba sus manos, escribió en la pared del granero donde se crió, en idioma de negros, la frase que más tarde colmaría las ciudades en los albores de la guerra civil: ¿Qué harías si no tuvieras miedo?

 

Ejercicio de escritura en base a una frase de un graffiti — «¿Qué harías si no tuvieras miedo?» —

África

Luego de la tercera luna, finalmente halló la madera para su tamani.

Uno de los mayores lo acompañó para verificar que la impaciencia y la necesidad de hablar no lo hicieran cometer un error. Pero su labor no era más que servir como un refuerzo espiritual; el niño era el único que podía decidir. Ya llevaba ocho años cumplidos, cinco de ellos expresándose con las lenguas amalgama, y era hora que diera vida a la suya propia.

Pasó sus manos varias veces sobre la textura del tronco caído para cerciorarse, como si buscara en la ríspida corteza una señal donde poder reconocerse; un vislumbre en la urdimbre de voces posibles donde resonara la suya propia.

Su peor miedo era el silencio. Aquel que identificaba con un vasto y lóbrego paisaje donde las manos carecían de sentido, y donde él era relegado al vacío absoluto, lejos de la ronda, sin tamani ni yembé. Pero también lo preocupaba elegir mal. Si por apresurarse llegara a equivocarse, aquello sería similar a tener que caminar larga parte de su vida con unas piernas que no serían las suyas.

El anciano que lo acompañaba notó su angustia, y se acercó a él. Conocía al niño desde pequeño, e incluso sin lazos de sangre que los unieran, ambos eran padre, hermana, hijo y tierra.

—¿Seguimos? —preguntó el anciano.

El niño le contestó en señas. En aquel rudimentario lenguaje de gestos y movimientos que había desarrollado para hacerse entender.

No. Es éste, estoy seguro.

—¿Por qué? —inquirió el anciano sonriendo.

El niño devolvió la sonrisa. Luego apoyó ambas manos en el tronco, descansando parte de su peso en él, y con su mano derecha hecha un puño dio varios golpecitos a todo lo largo.

Él mismo me lo dijo —contestó el niño. Los movimientos apasionados y gestos que reemplazaban la palabra hablada denotaban su emoción—. Ahora finalmente todos podrán oír mi voz.

Al anciano puso también sus manos sobre el tronco, cercanas a la del niño.

—Lo que aquí tienes ahora es tan sólo una nueva boca para tus manos, y otra lengua para tu alma… la voz siempre estuvo—le dijo el anciano, agregando a ello una lenta y amable pausa—, y es la misma q todos amamos… ¡Ahora, vamos! Volvamos para poder oírla cantar.

Antitrinchante

La primera acción del Hegemón fue prohibir por decreto el uso de tenedores.

A partir de ese día en adelante cualquier utilización pública de aquel cubierto falaz estaría penado con la muerte.

Fue una decisión en apariencia azarosa, basada en las recomendaciones de su corte de consejeros: “Su primera acción debe ser prohibir algo”, le habían dicho “No importa qué. Pero debe demostrar que tiene el poder”.

Aquella decisión, en un principio tomada a la ligera por la población toda, terminó por dividir el mundo en dos.

Los primeros en mostrar abiertamente su apoyo fueron los pueblos orientales, que para ese entonces formaban las tres octavas partes de la población mundial. Sentían en su fuero interno, apasionadamente, que esta primera decisión del Hegemón era una declaración de sus principios que los representaba y exaltaba como comunidad y como filosofía de vida. “Palitos chinos o muerte” rezaban las pancartas y graffitis que comenzaron a inundar las calles y las plazas en toda congregación política.

El resto del mundo ni siquiera le prestó atención a tal cosa. Después de todo era, objetivamente hablando, una ley sin peso en el devenir de la vida y del día a día, imposible de aplicar. Así que siguieron su vida como si nada. Comían fideos con tuco como siempre, enrollando el espagueti, y cuidando de no mancharse los pantalones o la camisa con el último tirón de absorción, pero nada más. Para el resto no tenían más que cerrar la puerta y todo quedaba entre familia.

Pero luego comenzaron los rumores. Al hijo de los González, al más chico, lo agarraron en la plaza y se lo llevaron; estaba comiendo la vianda de puré con milanesa que le había preparado la madre para comer en la pausa de almuerzo de la fábrica. Y no estaba solo, ese día se llevaron a otras quince personas del mismo lugar. Los cargaban en una camioneta color índigo, sin inscripciones, ni matricula, y jamás se los volvió a ver. “La antitrinchante” le decían a esta fuerza parapolicial surgida del seno de una prohibición ridícula.

Así que todos comenzaron a cuidarse más a la hora de sus comidas. E incluso de la mirada ajena, pues se sabía de los famosos acusadores del trincheo.

Se trataba de cocinar generalmente sopas o picadas; todo con tal de evitar caer en la tentación. Los hábitos se modificaron sustancialmente a raíz de esto, con un nivel de aceptación masivo a nivel mundial tal, que en los primeros tiempos hubiera parecido imposible. Forzada por la coerción social y militar, toda persona, fue acostumbrándose a lo largo de los años a dejar de lado el uso del tenedor.

La siguiente generación de hijos creció marcada por la valoración de este hecho social: usar aquel artilugio para la ingesta de comida era un acto estigmatizado que merecía y debía ser castigado por todos, sin miramientos, ni piedad. “Si no tocás lo que comes”, planteaban efusivamente a los detractores, que disminuían hasta lo invisible, “¿cómo sabés lo que comes?… ¿cómo sabés lo que sos?”.

La primera y más importante de las organizaciones revolucionarias que surgió para oponerse a esto fue la llamada Cofradía de las cuatro puntas, un grupo de estudiantes de gastronomía que se conformó en el tercer decenio del mandato del Hegemón. Al comienzo sólo aparecían como una contracultura sutil que se simulaba en el ámbito artístico de la música under, y en algún que otro concurso de comidas olvidadas o dejadas de lado. Pero de a poco fueron mostrándose como la alternativa a la política dominante. Algo importante si se tiene en cuenta que la aceptación del Hegemón había sido incuestionable desde hacía tiempo. Pero lamentablemente no supieron como avanzar a partir de allí. De ellos sólo terminó quedando el recuerdo de su acto más contestatario y arriesgado, que había sido el de tirar tenedores tallados en madera desde los edificios más importantes del mundo, en el aniversario de la ley antitenedor. Fue este el primero de muchos errores que les valdrían el desprecio de las pocas personas que los apoyaban.

Cuarenta y tres años después de aquel decreto que supo modelar a nueva toda una población mundial, el Hegemón fue encontrado muerto en su habitación. Los pulmones le habían fallado en pleno sueño. Los datos de la autopsia y los comentarios suministrados por su esposa de toda la vida, ayudaron a determinar la causa de esta fatalidad inesperada. “Vivió a sorbete la mitad de su vida adulta”, aseguraba la mujer, orgullosa. “En el último tiempo ya apenas si podía chupar más que agua licuada con pollo y calabaza. Pero así y todo siempre se negó de corazón a usar tenedor o algún elemento análogo. Se negaba a quebrar la ley por él mismo impuesta, incluso en detrimento de su propia salud. Por esto y tal vez también por la tendinitis aguda que lo aquejaba en ambas manos desde pequeño. Pero al evocar su memoria, nadie podrá negar jamás, que era un hombre consecuente con su pensamiento y decisiones”.

Sorcha

Estuvo mirando la palma de su mano izquierda por largo rato. La abría, la cerraba; el puño era un corazón que se distendía y contraía al ritmo de sus recuerdos.

El último eslabón en la cadena de su memoria le hizo fruncir el entrecejo; cerró la mano con fuerza, y al abrirla, una punta de hielo comenzó a crecer desde el centro. Cuando terminó de crecer, delgada y afilada por ambos lados, la tomó con la otra mano y la arrojó hacia uno de los árboles que rodeaban el descanso del bosque donde se encontraba.

La pequeña estalactita de hielo asestó en el tronco de un almendro alto, de hojas blancas y rosadas.

Repitió exactamente lo mismo cuatro veces más. Ajustando el tiempo entre cada repetición a una proporción equivalente y azarosa al ritmo de sus latidos.

Al último golpe el árbol se partió al medio, desgañitándose hacia atrás como un miembro desgarrado. Algunas de los pétalos de la flor del almendro flotaron hacia donde estaba la maga de hielo, posándose en la cercanía de sus pies. Blancas, rosadas, grisáceas… como los ojos del mago.

Se levantó violentamente de la roca donde estaba sentada y comenzó a caminar decidida hacia ningún lado. Se adentró más y más en el bosque, avanzado a trancos por entre la arboleda y algunos arbustos secos. Al toque de su mano, todo lo que se interponía en su camino se inundaba de escarcha; una luna blanca que crecía y proliferaba desde el centro donde se posaban sus dedos y se expandía concéntricamente, como las ondas del agua que se producen al arrojar una roca.

Se detuvo al llegar a un claro. Giró nerviosa sobre sí misma, sin saber adonde ir, ni como actuar, ni que pensar. Era un animal enjaulado bajo la luz de la luna.

Se apretó los hombros en un abrazo de frustración y luego gritó a los cielos.

Cuando volvió a abrir los ojos, todo a su alrededor estaba completamente cubierto de una fina capa de hielo y escarcha.

No haber podido matar al mago la estaba afectando.

Había dudado. Y ella jamás dudaba.

El mundo parecía haberse detenido en aquella acción inconclusa tan sólo para recordarle la imposiblidad, la inseguridad y la sensación de debilidad en un loop de imágenes repetidas.

Y ella no era débil. No. Había crecido entre el dolor y mamado de su savia putrefacta para mantenerse con vida. Y ella no era débil; jamás podría permitírselo. Su fuerza y convicción eran la expresión última del dolor hecho carne y sangre, adherido a las capas de su piel como un escudo marchito de venganzas acumuladas.

Ella no era débil.

 

El ruido de hojas secas a sus espaldas la arrancó del ensimismamiento.

Se dio vuelta velozmente, con las manos alzadas, dispuestas al uso de la magia.

—Perdón —dijo la voz de una niña desgarbada, abrigada apenas con una camisola de hilo, y con un mechón de sus pelos alborotados y despeinados cayéndole sobre el rostro.

Sorcha no bajó los brazos. Miró detrás de la niña y a los alrededores. Aguzó el oído, tratando de captar algún otro sonido fuera de lo normal.

Cuando estuvo segura de que estaban solas, se acercó a la niña y la tomó del cuello.

—¿Quién eres? —le dijo aplicando la suficiente fuerza para que supiera que hablaba en serio, pero la necesaria para que aún así pudiera hablar.

—Soy Chani… vivo por aquí cerca, con mis padres…

—¿Y qué haces por acá sola, a estas horas?

Sorcha decidió soltarle el cuello, cuando vio que la niña estaba a punto de llorar. No por piedad, sino tan sólo por evitar la visión de tal cosa.

Le repugnaba la debilidad.

—Es por mi padre… Está borracho. Siempre que llega a casa así vengo a pasar la noche en el bosque, o al menos hasta estar segura de que la bebida lo ha dormido.

La maga de hielo observó a la niña de arriba a abajo. Parecía mal alimentada, enflaquecida hasta los huesos, y con los ojos tristes y cansados de quien no duerme en mucho tiempo. Pero a pesar de eso notó que al mirarla directamente la niña no bajaba la vista. Estaba atenta a cualquiera de sus siguientes movimientos. Quizás lo que creyó ver  en un principio no fuera debilidad, sino frustración por la propia existencia de ésta.

Sorcha volvió al centro del claro y se sentó.

—Deberías irte. Aquí afuera hay gente más peligrosa que tu padre —dijo seca.

—Tú… eres maga, ¿verdad? Vi lo que hiciste con los árboles del sendero, y los de aquí… No estaba espiando ni nada, pero te escuché gritar, y por eso me acerqué.

—Mira niña, de veras no sé que esperas que te diga.

—… quizás tú puedas ayudarme.

Ya fuera por el frío o por los nervios, la niña se abrazaba a sí misma, sin moverse del lugar; nuevamente observándola sin desviar la mirada.

Esperó unos segundos, como vio que la maga no le contestaba volvió a insistir.

—Tú puedes matarlo por mí.

Sorcha no pudo evitar esbozar una sonrisa al escuchar aquello.

La niña debía de estar desesperada.

—Te pagaré… puedes llevarte el dinero que mi padre guarda en la habitación. No es mucho pero… También puedes tomar el alhajero de mi madre. Ella ya no está, puedes tomarlo si quieres.

La maga de hielo sacó un pedazo de pan viejo que llevaba en el morral y lo partió por la mitad. Mordió una y la otra se la ofreció a la niña, invitándola a acercarse.

—¿Dónde vives exactamente?

Podría hacerlo. Quizás es lo que necesito, pensó.

—¡No es lejos! —contestó la niña apresurada, mientras tomaba el pan que le ofrecían— Son menos de doscientos pasos al noreste.

Necesito probar que no soy débil.

—Camina. Yo te seguiré —dijo, volviendo a ponerse de pie, decidida.

La niña se apresuró en marcar el camino. Adelantándose con seguridad en la oscuridad del bosque. Sorcha la seguía de cerca.

Cuando la niña se detuvo, la maga vislumbró una casa de aspecto derruido unos pasos más allá de donde terminaba el bosque. Parecía estar bastante alejada del poblado y de las otras casas.

Desde afuera, a través de una de las ventanas, podía verse la luz de una vela iluminando el interior del hogar de la niña. Cuando Sorcha se acercó pudo ver en una de las sillas a un hombro muy gordo, recostado con la cabeza hacía atrás.

Me pregunto si aquel cuello grasoso se partirá lentamente como el tronco del almendro, o caerá al instante, al vuelo de una de mis dagas de hielo.

La niña esperaba en la línea de árboles donde empezaba el bosque, mientras la maga se decidía a entrar a la casa.

Justo antes de entrar se percató de que había estado abriendo y cerrando el puño de la mano izquierda una y otra vez.

¿Dudas?, se preguntó. Pero las alejó apretando ambos puños.

 

 

Luego de unos minutos volvió a salir. La niña suspiró aliviada al verla, no había escuchado gritos ni signos de pelea, y temía que de un momento a otro fuera su padre el que saliera caminando y no la maga de cabellos de fuego.

—… ¿ya está? —preguntó ansiosa.

—No.

—¿No?

—No. No lo he hecho.

—Pero… lo prometiste.

—Nunca hice tal cosa.

La niña se abalanzó a los pies de Sorcha y tironeaba de sus ropas, desesperada.

—¡Por favor! ¡Tienes que ayudarme!… yo no puedo volver a allí.

Sorcha la observó displicente mientras la empujaba al suelo con sus piernas.

Estando allí dentro, justo en el momento en que se disponía a matar a aquel hombre que apestaba a alcohol, se dio cuenta de que no podría hacerlo. Pensó que era debilidad, y vaciló largo rato enfrascada en ese pensamiento.

Pero se dio cuenta que la libertad no era algo que se podía regalar. Sino algo que había que ganarse, algo que estaba más allá del dolor mismo, pues había que superarlo para llegar a alcanzarla.

Y con esa idea en la cabeza habló a la niña que ahora la miraba desde el suelo.

—Toma —le dijo, arrojando junto a ella una daga de hielo—. Si quieres que se haga, deberás hacerlo tú misma.

La niña la miraba sin comprender del todo.

—O puedes huir, él no te buscará —agregó—… pero si lo haces, es probable que jamás vuelvas a dormir tranquila. En todo caso será tu elección y tu mano las que decidan y marquen el sendero que seguirá tu vida… no las mías.

—Pero tengo miedo… —dijo la niña en un susurro doliente.

—Lo sé. Yo también. —Se asombró de lo que acababa de decir en voz alta, pero no dejó que la niña lo notara—. Pero tu libertad, aquella que te define, yo no puedo dártela… debes ganarla.

Y sin decir más se alejó de la niña, sin mirar atrás, ni esperar a ver que decidiría.

Yo me ganaré la mía, pensaba, mientras el sendero del bosque parecía engullirla bajo el velo gris de la luna.

 

Disclaimer… El personaje Sorcha pertenece a la Trilogía Lesath (http://www.lesathtrilogy.com/), de la escritora Tiffany Calligaris, al igual que todos los derechos sobre su obra. Este es sólo un FanFic que no tiene necesaria injerencia con la historia por ella creada, y que está hecho y motivado por un cariño particular al personaje. La historia que describí está ambientada e imaginada al final del primer libro de la trilogía.

Comportamiento del Pelotudo en época de apareamiento (o sea, un día cualquiera…)

Conversación entre hombre y mujer.

Escenarios posibles: fiesta tranqui en casa de un amigo en común – pizzería rastrera a las 11 de la noche un día cualquiera de la semana – final de un recital pedorro en algún sucucho del microcentro.

Ella, mujer bella, de labia seductora y labios tentadores.

Él, hombre promedio, caucásico y con cervezas y ratones de más en la cabeza.

 

Escuchamos una conversación ya empezada. Los personajes parecen conocerse previamente, de ahí el grado familiar de la conversación. Ella ha bebido tanto o más  que Él, lo que provoca que entorne su mirada y desate en su interlocutor comentarios filosos dispuestos a tantear el terreno.

—¿Estás bien? —dice Ella al verlo trastabillar en pleno discurso verbal.

—Sí… mejor que nunca —contesta Él, y mientras lo hace trata de hacerse sonar lo más sensual posible; intentando evocar a algún actor de alguna película de esos que se tocan el pelo a cada rato.

—Decime entonces… —arremete Ella, retomando un tema invisible, cerrando y abriendo los ojitos en forma imperceptible, como alitas de colibrí— vos, ¿cómo sos en la cama?

Esta pregunta, y sobre todo el modo y la situación en que la misma fue realizada, termina por encender en la mente de Él una serie de mecanismos imperceptibles para el ojo humano. Mecanismos que disparan en cuestión de escasos segundos una cadena de pensamientos y sentencias que se concatenan y se amontonan a modo de hormiguitas en la punta de sus labios, pensamientos que van a alimentar la imaginación hasta grados impensables minutos atrás y mucho menos horas atrás. Algunos básicos y primitivos, ligados estos mismos a la necesidad primaria del hombre desde tiempos ancestrales; el deseo inconsciente de perpetuar la especie se hace presente en su pequeña mente.

“Ya está, hoy la pongo”, piensa entonces Él, en su más rudimentario pero entendible lenguaje.

Pero ella no espera una respuesta, sino que contesta la propia como si la hubiera hecho para sí misma desde un principio. Él cierra la boca entreabierta y escucha:

—A mi me gusta tener el control. Me encanta dominar… —Y sonríe como si tuviera algo dulce entre los dientes. Él, se acomoda mejor en el asiento y busca desesperadamente en su cabeza algún tipo de contestación que lo habilite a terminar la noche como desea. Pero ella aún continúa hablando—, por ejemplo —dice, y se acerca aún más, como quien confía un secreto—, cuando estoy en mi casa con (y aquí debe insertarse algún nombre propio, sencillo como el de un perro; y pelotudo y antagónico al protagonista) me gusta…

En ese momento Él no termina de escuchar lo que Ella está diciendo. Se pierde en divagaciones, lamentos y puteadas metáforicas o literales que lo empujan a lugares oscuros de la mente, y que le desvanecen, al menos, el efecto de un par de cervezas ingeridas.

“¿Por qué carajo me habla del novio?”, piensa Él entre otras cosas, mientras desea ver a su vaso mucho más lleno del líquido espumoso.

Logra guardar las inseguridades que lo invaden, y decide retrucar el dialogo llevándolo hacia donde a Él más le conviene. Pensando en salvar todavía la noche.

—Bueno… a mi me gusta causar placer. Disfruto todavía más cuando logro que mi pareja goce tanto o más que yo.

El tono de ésta réplica es casi perfecto. Las pausas, modulaciones y merismas que Él aplica a su voz logran causar el efecto esperado. Ella no se esperaba tal declaración. Se nota en el delicioso silencio que hacen ambas partes para volver a empinar el vaso y el alcohol. La situación ha logrado equilibrarse en cierta forma.

No dura mucho. Inevitablemente y muy a pesar del esfuerzo de nuestro protagonista, la charla va derivando en lugares comunes, en situaciones controladas sobre todo por ella.

Se estira así la noche por un largo rato, hasta que ella introduce nuevamente en la conversación el leit motiv de las preguntas personales e introspectivas.

—¿Vos como me ves a mí? —dice Ella mientras agacha la mirada, como inspeccionándose con un último vistazo.

Él hace uso de toda frase melosa que se le cruza por la cabeza para describirla. Le añade sonrisas y finales de frase filosos y comprometedores a todo el discurso que le sale por la boca. No sólo a lo corporal sino también a lo espiritual y a todo lo que Ella representa para Él en ese momento.

Pero en suma tampoco tiene demasiada idea de lo que está hablando. Es como un cazador perdido en el medio del bosque: con una mochila llena de balas, pero también con un par de anteojos rotos que no le permiten ver hacia donde está apuntando.

Finalmente al ver que lo que dice no está logrando el efecto deseado, decide jugar su última carta: invierte la pregunta y espera dócil la respuesta.

—¿Cómo te veo? —repite Ella, evadiendo la pregunta por valiosos segundos antes de responder—, te veo confiable. Sos una persona confiable.

El recibe el balazo verbal como mejor puede. Toma un trago largo y profundo y piensa en los crueles sinónimos que esa palabra y adjetivo implican para Él y para esa noche: asexuado, eunuco, amigo, etc, etc… básicamente alguien que al parecer no está habilitado para hacerlo con Ella.

Ya da por pérdida la noche cuando Ella se dispone a tomar la mochila (o bolso, o paquete. . .) y se dirige hacia la puerta.

—¿Me acompañas a la parada? —pide Ella, haciendo uso de sus crueles encantos.

“¿Y para qué carajo voy a acompañarte a la parada?”, piensa Él firmemente, pero al final de cuentas termina por levantarse y decide también irse a la mierda del lugar en el que está.

En la parada la batalla de voluntades sigue repitiéndose pero en una menor escala a la vista anteriormente. Él se encuentra mentalmente agotado y entrevé en la borrachera que la cosa no va a funcionar. A todo esto sumémosle su particular cistitis crónica y la cantidad de alcohol diurético ingerido en lo que va de la noche; nuestro hombre se está meando.

Ella insiste un poco con su jueguito. Pero Él francamente ya está podrido y resuelve irse a su casa. Sin embargo ante la persuasiva insistencia de Ella, decide, para ver que pasa, entregarle una última pregunta:

—… entonces, ¿me llevás con vos? Puedo acompañarte hasta dentro de tu casa si querés.

Ella lo mira desconcertada, pero así y todo decide hacer caso omiso a la prerrogativa impuesta.

Él la saluda cordialmente. Putea por lo bajo al alcanzar la prudente distancia y cuando dobla en la esquina se apoya en un arbolito, hecha una meada, y parte rumbo a la parada de su colectivo sintiéndose un reverendo pelotudo, pero al menos ligeramente satisfecho por haber vaciado su pequeña vejiga sin salpicarse ni un poquito el pantalón, dada la situación y la escasa verticalidad.

Dialogo entre Girasontes antes del amanecer

—¡Dale vení! Usá tus extensiones para no caerte; cuidado con las rocas.

—Pero esperame, Sumi. ¡Siempre hacés lo mismo!

—Bueno, está bien, te espero. Pero si llegamos tarde, Lómina va a prohibirnos la salida. Y no querés pasar otra temporada bajo tierra, ¿no?

—¡No!… ya me pican los petálos; no me aguanto. Y sería el único de Raíz sin ver el sol otro año.

—Entonces tratá de no apegarte tanto al suelo, Lumi. Ramificate. Usá tu efencia, como te enseñó Madre.

—Uff… estoy tratando.

—Vas a notar de veras la diferencia cuando estés afuera… Todo es más fácil después de eso.

—… ¿y cómo es?

—¿Cómo es qué?

—Dale, Sumi, sabés qué… el sol. Alimentarse sin necesidad de arraigarse. Sólo vi dibujos, y la verdad que la gente de Raíz no dibuja muy bien que digamos.

—Jaja… no, supongo que no lo hacen.

—¿Entonces?… ¿me contás?

—A ver… ésta es tu tercer temporada, Lumi. Cómo sabés, los Girasontes tenemos prohibido ver el sol hasta alcanzar esa edad.

—Sí, ya sé. “Porque nos herrumbraríamos en la inconciencia de la raigambre”.

—Sí, lo tenés memorizado. Perfecto. Pero recién vas a entenderlo del todo cuando salgamos. Decime, Lumi, ¿qué sentiste la primera vez que te ramificaste? Aquella vez que te viste obligado a usar tu efencia para moverte.

—Sentí que me moría… y después tenía miedo de volver a hacerlo.

—Porque te sentías a salvo, a gusto. Pero al salir el sol, todo eso se potencia infinitamente… ahí es cuando somos plenos, cuando somos Girasontes. Por eso los mayores nos permiten recién salir cuando nuestra conciencia mental es mayor que la natural. Y ya de por sí es difícil entonces desprendernos y volver bajo tierra.

—… ¿y no duele?

—jaja… no, Lumi. Quizás un poco al comienzo, pero es un dolor bueno. Es abrir los ojos por primera vez.

—¿Y por qué sólo puedo salir al comienzo de la temporada?

—Por que es el único momento en que el sol pestañea. El sol está siempre. Pero una vez al año, se apaga por un momento, para amanecer, y para permitirle a los más jóvenes florecer. Sino se quemarían en su abrazo dorado. Deben nutrirse gradualmente, hasta ser capaces de recibirlo plenamente… Así que dale, ya sabés, no hay excusas. Si llegamos tarde corrés el peligro de marchitarte, y Madre me mataría. Sin contar lo que me haría Lómina…

—Bueno… me apuro… ¿Sumi?

—¿Qué?

—¿Te quedás junto a mí cuando amanezca?

—Sí, Lumi… sabés que sí.