Ella nunca vino. Por eso tuve que cerrar las ventanas, las puertas, y los huecos disimulados de la sonrisa yerma que me apretaban la quijada desde que empecé a idealizarla. Todo con tal de no dormirla entre los pliegues de mis sueños.
Al moverlos, los postigos oxidados de los huecos de mi casa criaron cuervos en un lamento ferroso; quejándose, lamentándose. Así fue como noté el desarraigo que había detrás de cada uno de ellos. Hacía falta ventilarlos y dejarlos al sol, pero yo no estaba de ánimo, así que tan sólo me ofrendé al insomnio en otro abrazo sofocante.
Y los huecos quedaron huérfanos sin que a nadie le importase demasiado.
Nunca fui bueno para el dolor. Así que por el puro morbo del resentimiento me dediqué a imaginarla jamás llegando a ningún lado, como un bulto atrofiado que el pavimento iba deformando con los años; quieto y tullido, con las piernas atrapadas entre sonrisas muertas y un par de abrazos baratos desperdigados sobre algún colchón. Cualquier otro colchón. Pero me aburrí de odiarla demasiado pronto. Entonces me regalé un recuerdo inventado, uno plagado de cosas tiernas y gestos pequeños: una silla quieta, un mantel vacío, y un rejunte de palabras complicadas que servían para agasajar cada mentira que se me ocurriera improvisar.
Nada de eso duró demasiado. Me di cuenta pronto que el fuego de las ideas sin cuerpo ni corazón morían una tras otra apenas rozar el aire. No importaba que forma les diera ni lo que yo pudiera hacer al respecto. Más que otra cosa, aquello tan sólo desgastaba el silencio enquistado en las pupilas de la noche.
Cuando llegó la mañana me senté en el suelo. No hacía frío, pero yo estaba completamente vacío y decidido a contradecirme una vez más. Tomé la frazada, un almohadón aplastado y el sueño fatuo de su propia existencia, para abrazarlo junto a mí y darme algún tipo de calor.
Jamás me dormí. Sólo me consagré a los huecos que su olvido iba dejando bajo la ventana y el mantel.
Cuando grité su nombre, nadie estaba allí para escucharlo.