Catártica

De barro

Es la tercera vez que todo se quema, todo se pudre. Cada vez el horno va comiendo más y más partes. Como si fuera una boca enorme que intenta engullir pero se atraganta y termina escupiendo cosas podridas. Apenas imágenes destrozadas de la cosa que entró e intentó ser, y dejar de no ser.

Amanda llora siempre que pasa.

Se queda observando la cosa que salió, comparándola mentalmente con lo que ella puso, con lo que ella entregó. Y la mano le tiembla. Y lo arroja al suelo. No lo pisa, no lo mira. Sólo lo niega.

Pero de algo de ella se muere cada vez que eso pasa.

Y quizás por eso llora Amanda. Porque la certeza del resabio de podredumbre quemada que sale del horno, no representa para ella más que el reflejo de lo negado, de lo muerto y de lo irremediable. Algo que se destroza en el suelo, pero está muerto antes de siquiera tocarlo.

Pero Amanda sigue creando. Como si de ello dependiera algo que no es su vida sino quizás algo más elemental: la vida de aquello que toca y modela. La urgencia de saberse vivo a través de eso y por eso a lo que planea insuflar vida, es lo que necesita para sobrevivir.

No es la primera vez que lo piensa. De un tiempo a esta parte no tiene más propósito en la vida que aquello. Sobrevivir a través de sus obras. Inventarse un sentido de pertenencia, de permanencia. Algo que la alcance y se abra camino a través de todo lo vejado y podrido en que deviene aquello que roza su propio tacto, su propia vida.

Es demasiado que pedir a un horno, y a una quimera de barro.

Y Amanda lo sabe. Y quizás por eso es que también llora.

Al despertar

Al despertar me acordé que estaba muerto. Que ya llevaba quince años así.

Y que esta semana que casi termina se cumplía otro aniversario del día de su muerte. Pero yo no lo recordé sino hasta hoy, en el sueño aquel.

Fue mucho, junto.

Por eso también me desperté temblando, y sin ganas de levantarme.

Hacía mucho que no pensaba en él.

Tenía el pelo enrulado y era petiso, pero no tanto como para que le dijeran enano o algo parecido. De eso me acuerdo. Pero cuando quiero recordar rasgos específicos de su rostro, como su nariz, sus pómulos o el color de ojos que tenía, se me escapa de la mente. Incluso después de hacer un esfuerzo enorme y evocarlo, evocarlo entero, aún entonces todavía me cuesta estar seguro de si de veras es ese su rostro, o tan sólo es alguno que mi mente fue completando y deformando.

Es una sensación horrible. Porque siento que lo estoy traicionando. A él, ni siquiera a su recuerdo. A él. Como si todavía siguiera entre nosotros y mañana pudiera verlo o cruzarlo en el colectivo.

De eso trataba el sueño, de un bucle infinito hacia el olvido, sin comienzo ni final. Sofocante. Con la sensación de bajar escaleras, de hundirme, y encontrar en cada recodo, su rostro triste y apagado, que me observaba como acusándome de algo.

Y yo, que no podía detenerme.

Que todavía no puedo.

Y esa incertidumbre de no saber si en realidad lo que yo hacía era escapar o buscarte, en el fondo de esa espiral.

Pero naufragué, y terminé despertando.

Y me acordé que estabas muerto.

Huecos

Ella nunca vino. Por eso tuve que cerrar las ventanas, las puertas, y los huecos disimulados de la sonrisa yerma que me apretaban la quijada desde que empecé a idealizarla. Todo con tal de no dormirla entre los pliegues de mis sueños.

Al moverlos, los postigos oxidados de los huecos de mi casa criaron cuervos en un lamento ferroso; quejándose, lamentándose. Así fue como noté el desarraigo que había detrás de cada uno de ellos. Hacía falta ventilarlos y dejarlos al sol, pero yo no estaba de ánimo, así que tan sólo me ofrendé al insomnio en otro abrazo sofocante.

Y los huecos quedaron huérfanos sin que a nadie le importase demasiado.

Nunca fui bueno para el dolor. Así que por el puro morbo del resentimiento me dediqué a imaginarla jamás llegando a ningún lado, como un bulto atrofiado que el pavimento iba deformando con los años; quieto y tullido, con las piernas atrapadas entre sonrisas muertas y un par de abrazos baratos desperdigados sobre algún colchón. Cualquier otro colchón. Pero me aburrí de odiarla demasiado pronto. Entonces me regalé un recuerdo inventado, uno plagado de cosas tiernas y gestos pequeños: una silla quieta, un mantel vacío, y un rejunte de palabras complicadas que servían para agasajar cada mentira que se me ocurriera improvisar.

Nada de eso duró demasiado. Me di cuenta pronto que el fuego de las ideas sin cuerpo ni corazón morían una tras otra apenas rozar el aire. No importaba que forma les diera ni lo que yo pudiera hacer al respecto. Más que otra cosa, aquello tan sólo desgastaba el silencio enquistado en las pupilas de la noche.

Cuando llegó la mañana me senté en el suelo. No hacía frío, pero yo estaba completamente vacío y decidido a contradecirme una vez más. Tomé la frazada, un almohadón aplastado y el sueño fatuo de su propia existencia, para abrazarlo junto a mí y darme algún tipo de calor.

Jamás me dormí. Sólo me consagré a los huecos que su olvido iba dejando bajo la ventana y el mantel.

Cuando grité su nombre, nadie estaba allí para escucharlo.

Descompasado

La luz del velador roto en el rincón vuelve a parpadear. Lejos de irritarlo aquello lo hace sonreír como un idiota. Intenta levantarse, pero antes estira su mano hacia el suelo y busca entre la basura y los cadáveres de botellas alguna que todavía tenga algo con que poder mojar sus labios. Ni siquiera le importa cuando se corta el labio inferior con el pico quebrado de aquella que se mandó a la boca. Él mismo está demasiado roto para notarlo.

Atraviesa la habitación a los tropezones, tratando de hacerse camino hasta el piano. Su sombra aparece y desaparece al ritmo azaroso y mortecino del velador en el rincón. Pareciera que flota en lugar de avanzar. Que repta a través del aire. Cuando al fin llega levanta la tapa de las teclas con decisión, pero se detiene antes de siquiera apoyar sus manos ¿Cuánto hacía que no tocaba el piano? ¿Cuánto había pasado realmente desde que vio a Jana por última vez? Una gota carmesí cae de sus labios sobre uno de sus dedos, interrumpiendo sus pensamientos. El contraste de la sangre con su piel pálida lo maravilla y lo repugna al mismo tiempo, pero él no puede dejar de observarlo.

En un torpe movimiento para apartar aquello de su vista, su mano izquierda cae pesada sobre las teclas y la tensión de los armónicos que provoca llena entonces el vacío de la habitación con la puntada de un sonido doloroso y comprimido. Intenta respirar.

Se siente desvanecer, pero se esfuerza en mantener los ojos abiertos. Hay una segunda gota en la punta de sus labios, pero esta ya no cae sino que apenas si se desprende. Se detiene ahí, en el aire, como si contemplara el vacío y se negara a sumergirse en él. Él la observa, o cree observarla, empantanado en la sensación anhelante y difusa que le da la reverberación del sonido del piano en su cabeza. Su mirada etílica se expande y observa también a su mano derecha colgada del aire, detenida en aquel instante marchito. Pareciera moverse, pero de manera casi imperceptible, como una inhalación cercenada a medio camino. Cierra los ojos e intenta concentrarse. Los armónicos de aquel acorde disonante todavía perduraban, pero ahora parecían alejarse del piano y amontonarse por encima de su cabeza, como hormiguitas desesperadas pisándose una a la otra. Cuando volvió a abrir los ojos su mano derecha parecía haber retomado el movimiento, o al menos cambiado de lugar. Podía verla intentando dibujos invisibles en el aire, esforzándose por caer sobre el piano. Pero era una secuencia incompleta, un sinsentido de imágenes donde la mano aparecía y desaparecía de su vista. “Como si el sonido y el vacío estuvieran descompasados”, se dijo a sí mismo en lo que creyó un resabio de gloriosa lucidez. Estaba completamente seguro que su mano derecha todavía seguía en el aire cuando escuchó dentro del piano martillar las cuerdas de un LA brillante y palpitante. Luego la vió caer en un deja vú apagado de notas que ya ni siquiera estaban donde él las había buscado.

Cerró los ojos sin atreverse a moverse de donde estaba. Su percepción estaba atravesada por aquel segundo, aquel instante. La suma de los sonidos provocado por el peso de sus dedos era ahora una caricia en el silencio. Lejos de diluirse, los sonidos se habían combinado y alimentado uno del otro, y él, en su febril desvanecerse, estaba seguro de haber encontrado allí una parte de sí mismo que creía perdida hacía tiempo. Todo estaba ahí; en sus dedos y en aquello que nacía del entretejido de aquellas notas que se parían la una a la otra, apretujadas y en desorden por sobre su cabeza. Así que trató de aferrarse a aquella sensación, a aquella música, a aquel dolor, todo lo que pudo.

“Splat”, creyó escuchar entonces, pero se negó a abrir los ojos por temor a encontrarse con la segunda gota de sangre todavía a medio camino entre su boca y el piano.

Donde mueren los cuentos

Me gusta contar historias, y mi peor miedo es el vacío.

Puede que ambas tengan infinitas formas y manifestaciones con cuales relacionarlas, pero en este momento no puedo asociarlas con otra cosa que no sean mis manos. Como si en ellas convivieran el abismo y el vértigo de la palabra.

¿Será por eso de que a veces me gusta escribir? ¿O por aquello de que toco la guitarra?

Tengo la manía de que, en mis cuentos, cuando alguno de los personajes tiene un conflicto se mira las manos, como si no creyera en ellas, como si el hecho de su misma existencia fuera cuestionado o curiosamente admirado. Hace poco comencé a notar que practico el mismo gesto en ocasiones similares: me detengo, miro mis manos vacías, las flexiono, las cierro en puño y las observo. No sé si es algo que de manera inconsciente introduje en los escritos por hacerlo yo de manera continua, o tan sólo algo que imité de mis propios personajes. Suelo hacer eso. Conjuro e invento mis propias manías y miedos.

Una vez, visitando a unos amigos, en medio de una charla me levanté, me metí en su habitación, y cerré las puertas del ropero, que podía ver abiertas desde la cocina en donde estábamos. Cuando volví, sin que nadie me preguntara, me justifiqué diciendo que si las dejaban abiertas las puertas del ropero se comían tus sueños. Lo dije quizás tan sólo por decir algo, sin pensarlo demasiado, pero en el momento en que lo dije en voz alta y que alguien lo escuchó, aquello se hizo carne en mí.

No sé si tiene mucho sentido la verdad, pero asocio inmediatamente a la puerta abierta del ropero con el vacío; una gran boca que de noche y a oscuras fagocita tus sueños y tus silencios. Y no es un monstruo. Sino que es el vacío mismo apropiándose de los espacios que dejás sin habitar y sin llenar de historias.

Allí, en el vacío, que es la fuente de mis miedos, es donde van a morir las cosas que escribo y que nadie va a leer. Las canciones que nadie nunca va a escuchar. La voz que grita, que calla, que otorga, que cede, que se tuerce y se estira hasta descarnarse en un suspiro. No porque desaparezcan, sino porque son negados.

Y no es un lugar al que se va, tan sólo al que se llega.

Allí, apretados entre los intersticios del silencio, es donde van a morir los cuentos, las palabras y los discursos bienintencionados.

¿Por qué escribir esto? ¿Para qué leerlo? ¿Por qué tarareo esa maldita canción en mi cabeza sin parar a las dos de la mañana? ¿Para qué discutir o intentar siquiera refutar cualquiera de las ciento ochenta y tres palabras estúpidas que acaban de salir de tu boca o de la mía?

No es un lugar muy bonito, pero sí muy cómodo.

Y el camino hasta él, que a su vez es caída y olvido, está sedimentado por las dudas que son tan mías como tuyas. Pero más mías ahora porque escribo sobre ellas.

Luego de un tiempo allí ya no hay más preguntas ni cuestionamientos, sólo respuestas y endeble aceptación.

El lugar al que más temo es aquel donde mueren los cuentos.

Quizás por eso a veces escribo, para no ceder al vacío, para no alimentarlo. Y en las pausas, cuando temo y dudo de mi mismo, miro mis manos para confirmar que aún siguen allí, y las observo moverse, las obligo a habitar los silencios e inventar historias.

Porque me gusta contar historias, y mi peor miedo es el vacío.

 

Cadena de pensamientos al azar, con motivo del primer año del blog

Dialogos apócrifos

Alrededor del amor

 

—Pero no tiene nada que ver eso con el amor

—¿Cómo que no? ¿a qué te referís?

—Porque el amor no se construye de a uno. Eso es otra cosa. La imagen que nos construimos del otro refiere a un ideal, no a la persona real. Por eso, el estar/sentirse enamorado y el amor en sí, son dos cosas esencialmente diferentes, para mí.

—Pero si yo te digo que estoy enamorado, eso tiene validez, tiene peso. Incluso hasta va más allá del otro. Lo que yo siento es real, o incluso más, que ese otro.

—Yo no dije que no. El amor puede tener su eslabón inicial en esa emoción desaforada y personal que vos sentís. Pero sin la acción del otro, muere en eso. No llega a ser amor. Es una derivación, un placebo, una paja mental, llamale como quieras.

—Ah, pero al final sos un tibio de mierda vos.

—jaja… ¿por qué? ¿porque te digo que preciso del otro para concebir la idea del amor?

—No. Porque todo eso me suena a que no te permitís enamorarte sino estás del todo seguro que el otro sienta algo por vos… pero el amor no pide permiso. Y vos no buscás amar, vos buscás que te amen. Y eso cambia substancialmente todo.

—Creo que no me estás entendiendo. Yo no te tomo la mano, ni busco en el fondo de tus ojos tan sólo una manera de no ahogarme en la soledad. Yo busco… No. Yo necesito la combustión de lo eterno, asirlo entre mis manos, abrazarlo, hacerlo carne. Quiero que el amor nazca en mí, lo ansío. Pero quiero que lo haga a través del otro porque necesito al otro, sino no sé si ese ideal que fabulé y me construí puede de veras existir.

—Entonces, ¿tengo que creerte que nunca te enamoraste?

—No así… no, creo que lo sabría. Tal vez hasta me sienta incapaz de ello a veces. Pero no por no haber experimentado la magia dejo de creer en ella.

Yo Viernes; yo gris

Le hice el amor como si fuera un perro que agarra al primer cuadrúpedo de la misma especie que encuentra para satisfacerse. Como si diera lo mismo masturbarme sobre ella y arrojarla sobre un rincón para olvidarla mil veces hasta la próxima vida o el próximo viernes. Quería hacerle daño sólo porque sí. Para que viera que el mundo es una porquería. Para despertar a alguien de aquel sueño estúpido en el que viven todos. Despertarla y zamarrearla como un perro viejo o una pendeja malparida. Hacerle entender que no la amo y que nunca podría amarla, que la veo como un despojo idiota que alguien olvidó en la estación y yo levanté sólo por calentura y vil curiosidad. Que sus ojos no son dos charcos de estrellas, ni luceros negros donde perderme; son el espejo patético de una imagen y de un mundo que me asquea y me repugna.

Estoy viviendo un período oscuro y ella fue la que se subió arriba mío y arriba de él. Me siento gris. Gris  y sucio por todas partes. Ya ni me importa nada; ni ella, ni la de ayer, ni la de mañana, ni el mundo, ni sus oscilantes personitas que deambulan insomnes sobre él. La cuadra se parece afuera a un hormiguero de rimbombantes cadáveres que caminan sólo porque pueden, porque saben y porque nacen y porque esperan morir. Yo los miro desde mi incómoda silla y trato de escupirlos. Pero no soy mejor que ellos. Lo sé. Y eso es lo que más me revienta de mi mismo y me hace atropellar las paredes y las noches con mis ideas y con mi cabeza y la bilis que me sale de los labios y me chorrea en forma de palabras.

Ella no es nada. Y si pudiera la golpearía ahora mismo mientras la penetro con mi carne y con mi bronca, y si supiera que serviría de algo le escupiría en el rostro y la arrojaría en la calle como una bolsa de basura. Porque acabar no es empezar ni olvidar. Es despojarme un poco de esa capa ácida y ensuciarla a ella. Menospreciarla y hacerla tragar mi orgullo y mi bilis caliente.

Y todavía sonríe como si esperara un abrazo. Podrá esperar el mundo pero yo no voy a volver a tocarla esta noche. La voy a empujar con todo el silencio que quepa en la habitación, hasta que las ventanas y el tragaluz se hinchen de la calma mortal que precede al acto de haberme muerto una vez más y el foco de la lámpara, en toda su inconsciente y fugaz distancia, la separen de esta dimensión y de esta nube en la que sólo hay lugar para mí. Que la alcance la puerta y la escalera y que la sigan hasta la vereda y se cierren ruidosas e inexorables sobre su espalda y su pasado. Y tal vez mañana cuando llore o se sienta sucia de mí y de mi grisácea soledad que todo lo toca y lo mancha y lo pudre, entenderá que yo no soy una buena persona, que todo lo que quizá esperó de mí y del mundo no importa realmente. Y si su dios la quiere podrá al fin odiarme y olvidarme.

Será otro testigo deplorable de mi historia. Uno más de esos que se desvían del camino y se adentran en las profundidades del bosque de mi ser sólo para llegar a tener algo de lo que arrepentirse. La guardaré en las páginas manchadas de mis cuadernos y la mantendré ahí hasta que me alcance el veneno de nuevo y tenga ganas de matar, y ganas de que me odien.

Todos necesitan alguien para odiar. Yo seré el mártir incomprendido de la causa y de las ganas que tienen todos de mirar al costado, de mirar con el refilón sangrando del ojo sucio hacia la basura que se amontona y que siempre es buena tener para acumular y para saber que siempre hay un lugar donde poner la mierda. Yo contendré todo y me atragantaré con sus miradas y sus puteadas y sus buenos días y sus monedas arrojadas sobre el montón de ropa sucia y el niño apedreado durmiendo sobre ella. Para que se sientan mejor mientras yo los miro y les sonrío con mis encías manchadas de malas palabras.

Y si no me mato es sólo para no hacerle un bien al mundo. Para poder fantasear hipócritamente como un adolescente con mi muerte. Dejarla crecer como una idea que me ahoga y que me gusta ver crecer y atragantarme. Para hacerme daño simplemente porque no sé lidiar conmigo de otra forma. Soy oscuro y gris porque los demás colores me ciegan al verlos. Todo me parece estúpido. Y si sufro la soledad acurrucado en este pedazo de existencia en forma de colchón, también la sufro acompañado y rodeado de los planetas alineados, la luna, la puerta y la calle, y de la que se fue y más aún de la que nunca va a venir. Y ella es la peor de todas. No la veo y no la extraño. No la siento posible en un mundo así, en un lugar así. ¿Quién rodearía esta montaña de ideas? ¿quién se aventuraría a mirar el rostro de los vencidos? Sé que yo no. No sé si soportaría el espejo de alguien mirándome. Mirándome de verdad. Prefiero odiar y ser odiado.

Y ahora, mañana, anteayer y en mi próxima vida; cuando resucite parco y defenestrado por la incógnita resuelta de haber sobrevivido otra noche y otro viernes, voy a salir a la calle y me voy a inundar con ella, a dejar que me abofetee con su viento y con su vasta lejanía de barrio abandonado. Voy a buscar el siguiente mundo y el siguiente colectivo que me dejen lo más lejos posible de esta nube y esta lluvia; más cerca de la pobre idea que tengo de que en algún lugar voy a cambiar o que voy a dejar que me cambien. Poder acercarme a otro ser vivo indolente y menos vacío que yo, alguien que todavía no me aborrezca y no despierte en mí las ganas incontrolables de ahorcarla con mi violento y triste modo de ver la vida. Alguien que provoque que las manos dejen de temblar, o que tiemblen de alguna forma y en algún sentido sincronizado con el alma que me tocó de castigo por alguna vida pasada o por esta vida presente.

Pero cuando vuelva y la tenga encerrada en mis ojos sé que no voy a poder dejar de odiarme a mí mismo. Sé que mi perfil atiborrado de cabellos y de sonrisas falsas nunca me va a permitir mirarla de frente, con mi miedo constante y mi insolente conformidad. Voy a optar por dejarla ir y hacerme odiar.

Pero de todas formas quizá nunca salga de este cuarto ni de mi mente. Quizá ella y la de ayer y la que nunca va a venir nunca existieron. Quizá me las inventé borracho o mareado de sueños. Fueron el alargado y patético intento de prolongar mi vida y de observarme desde algún lado, y dejarme odiar e imaginar que alguien fue capaz de seguirme hasta acá. ¿Pero quien vendría hasta acá? Si acá no hay nada, acá no hay nadie. Solo una neblina de ideas, de temores, de fobias, y de canciones olvidadas que rodean a un hombre y una silueta y un corazón.

Y si alguien toca el timbre esta noche yo no voy a levantarme. Le gritaría desde acá, desde mi rincón del universo. Le gritaría afónico a los pasillos y a las veredas que no lo intenten. A la sombra que bambolea del otro lado que se aleje y se proteja. Que yo no estoy para nadie, que les puedo hacer daño y que tal vez hasta disfrute haciéndolo. Aunque sea mentira. Aunque me muera por vivir un poco. Hoy no estoy para nadie. Hoy estoy solo. Hoy muero solo. Es viernes y mi pecho y mi mente ya están acostumbrados a sangrar para adentro. Dejémoslo así…

Catarsis etílica de un viajero temporalnoespacial

¿Por qué razón viajarías al pasado? Sólo para intentar cambiarlo… pensalo así: lo único plausible es el viaje temporal, no el espacial, solamente sos capaz de moverte, de navegar, por el mar de tus experiencias vividas. Entonces, ¿qué razón válida tendrías para aventurarte en tal viaje?, ¿la curiosidad? ¿la necesidad imperiosa de revivir algún momento? No, sólo lo harías para intentar corregirlo, arreglarlo. Te subirías a esa ventana temporal a la primera oportunidad, porque de alguna manera algo dentro tuyo siempre maquinó con el “que tal sí”… y querés descifrarlo, querés subirte a aquel tren, a aquella combinación de colectivos que te transportan a la persona que representa tu pasado y lo que fuiste. Pero lo terrible es que es casi imposible adentrarse en el pasado sin vestirse de aquel que fuiste, de aquello que juraste no volver a ser. Y entonces ya de primeras hay un resquemor molesto, de cosas gastadas, que te sube por la garganta cuando intentás permanecer impasible ante las consecuencias que  te provoca aquel viaje en el tiempo. ¿Sos vos realmente? ¿o sos el eco de un recuerdo reprimido? No importa. De veras, en serio, no importa. Porque el pasado no existe más que como evocación, como anhelo reprimido; por eso nadie vive en él. Y sí lo hacés no sos más que un idiota, un tipo que utiliza el silencio como una mortaja para justificar las cosas que no puede manejar, o que ni siquiera se atreve a intentar… es entonces cuándo te das cuenta: esto ya lo viví ¿para qué mierda estoy acá? ¿eh? Estoy acá porque una parte de mí pensó que el pasado es una plastilina maleable que se puede deformar a su antojo. Y los recuerdos son nada; son la voz interna que se suicida ante la sola presencia de unos ojos color madera y una risa estrepitosa. Y me vuelvo idiota; así en un suspiro. Soy pasado, soy alcohol, soy error, soy una sonrisa etílica detenida en el misterio de su voz. Y por eso me voy. Huyo de la conciencia de saberme prisionero del pasado. ¿Existe algo peor? Observo aquel momento repetirse intensamente, internamente, en un loop de movimientos estúpidos y cíclicos que me van comiendo vivo… y me muevo en la noche, en la oscuridad, apretado en cada una de mis decisiones incorrectas o al menos imperfectas; porque de eso estoy seguro, yo me muevo, y vos también, pero el llamado de tu voz es un grito imposible de no escuchar… y me transporta, y me mata, y me desarma, me muere, me sueña, me desangra… me muere, me sueña, me desangra…